
Los inicios en la compañía 131 no fueron algo sencillo. Siempre es complicado entrar a formar parte de un grupo nuevo, con gente distinta a ti. Gente con la que, al fin y al cabo, acabarás combatiendo y que, en última instancia, te salvará la vida por necesidad.
Para esto necesitábamos confiar los unos en los otros. No es fácil entrar a combatir sin dudar de que tu compañero te cubrirá la espalda. En esos momentos, un soldado no está por la labor de dudar de sus compañeros, está para repartir cuchilladas y plomo.
La integración con algunos compañeros fue fácil: Baskerville y yo ya nos conocíamos de la academia militar; aunque yo formara parte de un programa especial, habíamos compartido barracón y todas las actividades comunes a todos. Reencontrármelo en la 131 fue un gran regalo para mí.
Otros compañeros, como Kauffman, "Doc" o McArty "Ratman" tuvieron comienzos mucho más agrios. Esta anécdota se remonta a mis primeros días en la 131, durante el verano de 1899, cuando yo tenía tan sólo veintiséis años.
Alguien había robado en las galerías de arte Bellmont e hijos. Alguien muy torpe y muy bruto. Engancharon un cable de acero desde una de las rejas de las ventanas hasta uno de los trenes de mercancías que circulaban por la calle contigua.
El plan había funcionado mejor de lo esperado; el tren había arrancado la reja, la ventana y un buen trozo de la pared de la galería.
Y allí estaban dos compañías y media de Venators, revisando los tranvías, preguntando a los testigos o vigilando el gran agujero en la pared.
Eso último hacía yo, aburrirme sentado en una silla con Doc. Doc también se aburría, pero como sólo había una silla, él estaba sentado en el suelo con los pies juntos. Estábamos situados al final del pasillo, junto a una de las salas accesorias, en una esquina desde la que podíamos contemplar el largo corredor, con su agujero al medio.
No teníamos nada de qué hablar, por lo que nos mantuvimos en un silencio incómodo por un buen rato. Yo estaba bastante molesto. Molesto porque en lugar de estar a pie de calle, buscando, investigando o persiguiendo a los criminales, tenía que estar con este tipo vigilando una pared. Es realmente frustrante cuando en un caso así te asignan las guardias.
Me quedé mirándolo, sumido en mis pensamientos. La verdad es que no me caía nada bien aquel zorro. Era un tipejo débil, miedoso. ¿De verdad tenía que confiar mi vida a un compañero de armas como él?
Doc estaba mirando al suelo, sumido en sus pensamientos, con expresión seria. Estaba bastante convencido de que yo tampoco le gustaba a él.
Dios, cómo echaba de menos a Basker en aquel momento.
— ¿Una tarde tranquila, huh? —suspiró mi compañero, echando la cabeza hacia atrás.
— Ahá…
— ¿Tú crees que el capitán encontrará a los…? —comenzó a decir.
— No lo sé, Kauffman —corté, con un bufido—. Esos cuadros ya estarán vendidos en la otra punta del país a esta hora.
Agachó las orejas, volvimos de nuevo al silencio. Yo no quería empezar otra conversación estúpida.
Tres operarios de la galería aparecieron por el pasillo cargando con un cuadro enorme. Estaban retirando la mayoría de las obras y se sentían más seguros dejando sus cuadros junto a dos Venators armados. Dejaron el cuadro junto a la pared, frente a nosotros, y se marcharon a seguir trabajando en la sala contigua.
El lienzo era una representación hiperrealista sobre la guerra de Samah. Temática que, por otra parte, era extremadamente habitual entre los artistas de nuestro país. Se trataba de una obra de tres metros de alto por cinco de largo que representaba a un numeroso grupo de soldados. Los hombres del lienzo bebían y conversaban junto a una fogata. A ambos lados podía verse otros soldados limpiando sus armas, preparando las trincheras o vendando sus heridas.
Ambos nos quedamos contemplando la abrumadora perfección de aquella obra.
— Son Venators…
Yo asentí, entreabriendo mis labios, sin apartar la mirada de la pintura.
— Ahá, yo he llevado uno de esos abrigos largos en las operaciones en Samah.
— ¡Mira! Ahí hay un zorro - exclamó, señalando con la mano.
Me incliné para verlo un poco más de cerca. Ciertamente había un zorro en el lienzo. Estaba pintado en la esquina inferior izquierda de la tela. El soldado estaba sentado en una caja de munición, con la carabina junto a él, los antebrazos apoyados sobre las rodillas y una de las manos cubierta con una venda.
El artista había retratado a ese soldado con una expresión sombría. Con las orejas gachas, los labios apretados y la mirada ensombrecida y perdida en medio de la nieve.
— No parece muy feliz… —comenté, de forma ligera.
— Pobrecillo… Está herido.
Me recosté hacia atrás en mi silla, rebuscando mi pitillera en alguno de los bolsillos.
— El autor quiso representar que los zorros no debían estar nunca en el campo de batalla —dije, divertido.
— ¡Eh! —Leo se volvió hacia mí, algo ofendido—. Eso no es cierto.
— No me mires a mí, yo no he dibujado a un zorro jodido en la nieve—. Me encendí un cigarro con una sonrisa cínica. Molestar a mi compañero era ligeramente más entretenido que contemplar fijamente a la nada.
— No parece estar jodido por la herida en la mano… —murmuró Doc, mirando detenidamente.
— Está enfadado, no quiere estar ahí, con el frío y la nieve… aburrido —comenté, sintiendo el peso de mi propio aburrimiento.
— No, para nada. No tiene cara de estar aburrido. Parece…
Dejé estar el cuadro y le dediqué una mirada a mi compañero. El zorro —el que estaba a mi lado— estaba inmóvil, con los hombros caídos. Su mirada estaba fija en el zorro del cuadro, como si estuviera contemplándose a sí mismo.
— Está triste —murmuró.
Guardó silencio por un instante. La conversación comenzaba a ponerse interesante.
— ¿Y por qué está triste?
— No lo sé… —comenzó a decir—. Creo que…que ha perdido a alguien importante.
Me encendí el cigarro, dándole una nueva mirada a aquel tipo del cuadro. Me pareció curioso, cómo podía mi compañero entender algo tan distinto mirando la misma cosa que yo. Visto de nuevo, sí que podía imaginarme a aquel zorro, amargado y dolido por la muerte de alguno de sus compañeros.
— ¿Y quién murió? ¿Algún compañero de ese zorro? —pregunté, con genuina inocencia.
— Parece como si hubiese perdido a algún ser querido — Doc miró fijamente al cuadro, como si aquel zorro pintado pudiera darle las respuestas sobre su pasado.
Dudé un momento, entre contenerme o lanzarle aquella pregunta, a la que llevaba dando vueltas durante una buena parte de aquella conversación.
— ¿Kauffman… a quién perdiste tú, entonces?
En ese momento, algo tomó sentido en la cabeza de Doc. Levantó el hocico y las orejas, como si todo encajase de repente, golpeado por aquella cuestión.
— A mi hermana pequeña… —murmuró, asombrado de que aquellas palabras salieran de su boca.
Nos quedamos en silencio por un momento. Mis sospechas habían resultado ser ciertas. Me incorporé de nuevo en mi asiento, sin decir nada. Solo observándole. Doc continuaba mirando el lienzo, con una expresión de profunda tristeza.
Me sentía algo culpable por haber tocado un tema tan delicado. Al fin y al cabo, mi curiosidad había empezado aquello y yo me sentía como si tuviera la responsabilidad de arreglarlo de alguna forma.
— ¿Quieres contármelo?
No me respondió, volvimos a quedarnos en silencio, contemplando aquel inmenso cuadro. Estuvimos un buen rato sin decir absolutamente nada. De fondo podíamos escuchar a los operarios haciendo su trabajo y el trasiego de gente por la avenida, a través del gran agujero en la pared.
— Mi hermana murió en un tiroteo, hace siete años.
Aquella frase cayó sobre nosotros como una pesada losa. Yo no dije nada.
— Hubo un tiroteo entre dos grupos de bandidos. Mi familia quedó en medio de un fuego cruzado.
— ¿Y qué sucedió? - murmuré.
Leo Kauffman miraba al frente, sus facciones habían cambiado hasta convertirse en un rictus neutral, que no reflejaba ninguna emoción. Una máscara serena para protegerse de los horrores que había vivido.
Más tarde aprendí, para el resto de años en los que luchamos juntos, que eso era lo que hacía siempre que algo le superaba: Congelarse y volverse frío, inexpresivo.
— Una bala perdida alcanzó a mi hermana. Los demás no sufrimos daños, pero ella murió allí. Yo me escondí bajo un carromato. No pude hacer nada, solo ver cómo sangraba y pedía ayuda. Me quedé paralizado por el miedo y eso me salvó la vida.
El zorro estaba contando aquella experiencia de una forma totalmente terrorífica. Sin ninguna emoción, con la mirada fija en la pintura, como si estuviese repitiendo un enunciado que había memorizado mucho tiempo atrás.
— Me juré a mí mismo que haría algo. Decidí que me alistaría en la academia militar. Mis padres se negaron rotundamente. Tuve muchas discusiones al respecto.
Con un levísimo movimiento el zorro frunció el ceño al recordar algo sobre sus padres que debió de conmoverle.
— Continúa, por favor —le dije con tono respetuoso. Realmente me sentía interesado por ese relato.
— Mi padre se obstinó en que jamás aceptaría a un hijo militar - suspiró - de modo que recogí todo lo que tenía y desaparecí de casa. Me consta que mi madre murió hace algunos años. Mi padre no me habla, perdí todo lo que tenía en el momento en el que ingresé en la academia.
Le di una calada a mi cigarro y apoyé la mano sobre una de mis rodillas. Mi compañero se quedó mirando cómo se consumía lentamente en mi mano.
— Brauhm, ¿puedo preguntarte algo personal?
— Adelante.
Doc se giró para encararse hacia mí.
— ¿Por quién luchas tú?
Confieso que aquella pregunta me cogió con la guardia baja. Medité durante un rato. No tenía ninguna respuesta.
— No tengo a nadie por quien luchar, supongo que lucho por mí, para sobrevivir.
— Ya veo… —murmuró el zorro.
— Llevo desde los nueve años en el programa de los Venators para gente con Lietzchenbaum.
— No tuviste elección.
— Así es… Hay días en los que desearía haber escogido mi profesión, en lugar de acabar disparando a gente.
Mi compañero se dio por aludido, asintió en silencio.
— ¿Crees que no debería estar aquí, verdad? —dijo Doc, de forma cortante.
— Eres un buen tipo —comenté yo, quitándole peso a la situación.
— Eso no responde a la pregunta.
— Claro que no —dije, apagando lo que quedaba de mi cigarro contra un costado de la silla—.No voy a responderte a eso.
Doc suspiró, algo molesto.
— Está bien… estoy acostumbrado a que no crean en mí.
— No te lo tomes así. No es nada personal.
— Si… lo sé, es porque mido un metro sesenta, tengo unas orejas enormes y un llamativo pelaje naranja que es visible a setecientos metros —bufó.
El zorro se cruzó de brazos, como abrazándose a sí mismo. Yo saqué otro cigarro de mi pitillera y lo encendí. Podía comprender su frustración, pero sentirse frustrado no le daba la razón ni lo convertía en un mejor soldado.
— Bueno… pero eres una buena persona —ese era yo, tratando de mejorar las cosas.
— Ser una buena persona no me convierte en un buen soldado - bufó.
Su comentario me hizo recordar a todos aquellos soldados con los que había convivido desde mi tierna infancia. Recordé cuántas personas retorcidas y crueles había entre nuestras filas, y cuántas se hallaban fuera, como enemigos.
— ¿Sabes qué? Acabo de darme cuenta de algo —comencé a decir, tratando de darle la forma correcta a lo que estaba pensando—. Hay algo por lo que sí que lucho.
Doc ladeó el hocico y giró sus orejas hacia mí.
— Me gusta pensar que, al final de todo, cuando me peguen un tiro y todo se vaya al carajo… por lo menos habré matado a una buena cantidad de hijos de puta.
El zorro sonrió de forma discreta, como si no quisiera que yo me diese cuenta.
— Yo creía que luchaba por mi hermana, para honrarla, o para vengarme; pero llevando un rifle entre las manos me di cuenta de que hay otras razones.
— ¿Y cuáles son esas razones?
— Primero, porque voy a ser un gran tirador. He sacrificado todo lo que tenía por esto. Todo mi empeño, toda mi vida, y por mis cojones que acabaré siendo capitán, o teniente.
Nos miramos a los ojos, una llamita de pasión brillaba en la mirada de mi compañero, convencido de lo que decía. Aquello era justo lo que yo necesitaba para empezar a respetarle.
— ¿Y la segunda razón?
Mi compañero suspiró y miró alrededor. Posó la vista sobre el gran agujero en la pared, que nos devolvía la mirada, solitario y silencioso, en medio del pasillo.
— Porque a pesar de que algunos idiotas revienten las paredes de una galería, yo quiero creer que el mundo es un lugar bueno —dijo, recostándose hacia atrás—. Hay hijos de puta, pero también hay gente buena, gente con esperanza, que vale la pena. Esa gente merece vivir en paz.
Dejé escapar una sonrisa. La verdad es que nunca lo había comentado con nadie, pues era algo demasiado íntimo para mí. Pero tenía que admitirlo: yo compartía con Doc la segunda razón de mi lucha.
Para esto necesitábamos confiar los unos en los otros. No es fácil entrar a combatir sin dudar de que tu compañero te cubrirá la espalda. En esos momentos, un soldado no está por la labor de dudar de sus compañeros, está para repartir cuchilladas y plomo.
La integración con algunos compañeros fue fácil: Baskerville y yo ya nos conocíamos de la academia militar; aunque yo formara parte de un programa especial, habíamos compartido barracón y todas las actividades comunes a todos. Reencontrármelo en la 131 fue un gran regalo para mí.
Otros compañeros, como Kauffman, "Doc" o McArty "Ratman" tuvieron comienzos mucho más agrios. Esta anécdota se remonta a mis primeros días en la 131, durante el verano de 1899, cuando yo tenía tan sólo veintiséis años.
Alguien había robado en las galerías de arte Bellmont e hijos. Alguien muy torpe y muy bruto. Engancharon un cable de acero desde una de las rejas de las ventanas hasta uno de los trenes de mercancías que circulaban por la calle contigua.
El plan había funcionado mejor de lo esperado; el tren había arrancado la reja, la ventana y un buen trozo de la pared de la galería.
Y allí estaban dos compañías y media de Venators, revisando los tranvías, preguntando a los testigos o vigilando el gran agujero en la pared.
Eso último hacía yo, aburrirme sentado en una silla con Doc. Doc también se aburría, pero como sólo había una silla, él estaba sentado en el suelo con los pies juntos. Estábamos situados al final del pasillo, junto a una de las salas accesorias, en una esquina desde la que podíamos contemplar el largo corredor, con su agujero al medio.
No teníamos nada de qué hablar, por lo que nos mantuvimos en un silencio incómodo por un buen rato. Yo estaba bastante molesto. Molesto porque en lugar de estar a pie de calle, buscando, investigando o persiguiendo a los criminales, tenía que estar con este tipo vigilando una pared. Es realmente frustrante cuando en un caso así te asignan las guardias.
Me quedé mirándolo, sumido en mis pensamientos. La verdad es que no me caía nada bien aquel zorro. Era un tipejo débil, miedoso. ¿De verdad tenía que confiar mi vida a un compañero de armas como él?
Doc estaba mirando al suelo, sumido en sus pensamientos, con expresión seria. Estaba bastante convencido de que yo tampoco le gustaba a él.
Dios, cómo echaba de menos a Basker en aquel momento.
— ¿Una tarde tranquila, huh? —suspiró mi compañero, echando la cabeza hacia atrás.
— Ahá…
— ¿Tú crees que el capitán encontrará a los…? —comenzó a decir.
— No lo sé, Kauffman —corté, con un bufido—. Esos cuadros ya estarán vendidos en la otra punta del país a esta hora.
Agachó las orejas, volvimos de nuevo al silencio. Yo no quería empezar otra conversación estúpida.
Tres operarios de la galería aparecieron por el pasillo cargando con un cuadro enorme. Estaban retirando la mayoría de las obras y se sentían más seguros dejando sus cuadros junto a dos Venators armados. Dejaron el cuadro junto a la pared, frente a nosotros, y se marcharon a seguir trabajando en la sala contigua.
El lienzo era una representación hiperrealista sobre la guerra de Samah. Temática que, por otra parte, era extremadamente habitual entre los artistas de nuestro país. Se trataba de una obra de tres metros de alto por cinco de largo que representaba a un numeroso grupo de soldados. Los hombres del lienzo bebían y conversaban junto a una fogata. A ambos lados podía verse otros soldados limpiando sus armas, preparando las trincheras o vendando sus heridas.
Ambos nos quedamos contemplando la abrumadora perfección de aquella obra.
— Son Venators…
Yo asentí, entreabriendo mis labios, sin apartar la mirada de la pintura.
— Ahá, yo he llevado uno de esos abrigos largos en las operaciones en Samah.
— ¡Mira! Ahí hay un zorro - exclamó, señalando con la mano.
Me incliné para verlo un poco más de cerca. Ciertamente había un zorro en el lienzo. Estaba pintado en la esquina inferior izquierda de la tela. El soldado estaba sentado en una caja de munición, con la carabina junto a él, los antebrazos apoyados sobre las rodillas y una de las manos cubierta con una venda.
El artista había retratado a ese soldado con una expresión sombría. Con las orejas gachas, los labios apretados y la mirada ensombrecida y perdida en medio de la nieve.
— No parece muy feliz… —comenté, de forma ligera.
— Pobrecillo… Está herido.
Me recosté hacia atrás en mi silla, rebuscando mi pitillera en alguno de los bolsillos.
— El autor quiso representar que los zorros no debían estar nunca en el campo de batalla —dije, divertido.
— ¡Eh! —Leo se volvió hacia mí, algo ofendido—. Eso no es cierto.
— No me mires a mí, yo no he dibujado a un zorro jodido en la nieve—. Me encendí un cigarro con una sonrisa cínica. Molestar a mi compañero era ligeramente más entretenido que contemplar fijamente a la nada.
— No parece estar jodido por la herida en la mano… —murmuró Doc, mirando detenidamente.
— Está enfadado, no quiere estar ahí, con el frío y la nieve… aburrido —comenté, sintiendo el peso de mi propio aburrimiento.
— No, para nada. No tiene cara de estar aburrido. Parece…
Dejé estar el cuadro y le dediqué una mirada a mi compañero. El zorro —el que estaba a mi lado— estaba inmóvil, con los hombros caídos. Su mirada estaba fija en el zorro del cuadro, como si estuviera contemplándose a sí mismo.
— Está triste —murmuró.
Guardó silencio por un instante. La conversación comenzaba a ponerse interesante.
— ¿Y por qué está triste?
— No lo sé… —comenzó a decir—. Creo que…que ha perdido a alguien importante.
Me encendí el cigarro, dándole una nueva mirada a aquel tipo del cuadro. Me pareció curioso, cómo podía mi compañero entender algo tan distinto mirando la misma cosa que yo. Visto de nuevo, sí que podía imaginarme a aquel zorro, amargado y dolido por la muerte de alguno de sus compañeros.
— ¿Y quién murió? ¿Algún compañero de ese zorro? —pregunté, con genuina inocencia.
— Parece como si hubiese perdido a algún ser querido — Doc miró fijamente al cuadro, como si aquel zorro pintado pudiera darle las respuestas sobre su pasado.
Dudé un momento, entre contenerme o lanzarle aquella pregunta, a la que llevaba dando vueltas durante una buena parte de aquella conversación.
— ¿Kauffman… a quién perdiste tú, entonces?
En ese momento, algo tomó sentido en la cabeza de Doc. Levantó el hocico y las orejas, como si todo encajase de repente, golpeado por aquella cuestión.
— A mi hermana pequeña… —murmuró, asombrado de que aquellas palabras salieran de su boca.
Nos quedamos en silencio por un momento. Mis sospechas habían resultado ser ciertas. Me incorporé de nuevo en mi asiento, sin decir nada. Solo observándole. Doc continuaba mirando el lienzo, con una expresión de profunda tristeza.
Me sentía algo culpable por haber tocado un tema tan delicado. Al fin y al cabo, mi curiosidad había empezado aquello y yo me sentía como si tuviera la responsabilidad de arreglarlo de alguna forma.
— ¿Quieres contármelo?
No me respondió, volvimos a quedarnos en silencio, contemplando aquel inmenso cuadro. Estuvimos un buen rato sin decir absolutamente nada. De fondo podíamos escuchar a los operarios haciendo su trabajo y el trasiego de gente por la avenida, a través del gran agujero en la pared.
— Mi hermana murió en un tiroteo, hace siete años.
Aquella frase cayó sobre nosotros como una pesada losa. Yo no dije nada.
— Hubo un tiroteo entre dos grupos de bandidos. Mi familia quedó en medio de un fuego cruzado.
— ¿Y qué sucedió? - murmuré.
Leo Kauffman miraba al frente, sus facciones habían cambiado hasta convertirse en un rictus neutral, que no reflejaba ninguna emoción. Una máscara serena para protegerse de los horrores que había vivido.
Más tarde aprendí, para el resto de años en los que luchamos juntos, que eso era lo que hacía siempre que algo le superaba: Congelarse y volverse frío, inexpresivo.
— Una bala perdida alcanzó a mi hermana. Los demás no sufrimos daños, pero ella murió allí. Yo me escondí bajo un carromato. No pude hacer nada, solo ver cómo sangraba y pedía ayuda. Me quedé paralizado por el miedo y eso me salvó la vida.
El zorro estaba contando aquella experiencia de una forma totalmente terrorífica. Sin ninguna emoción, con la mirada fija en la pintura, como si estuviese repitiendo un enunciado que había memorizado mucho tiempo atrás.
— Me juré a mí mismo que haría algo. Decidí que me alistaría en la academia militar. Mis padres se negaron rotundamente. Tuve muchas discusiones al respecto.
Con un levísimo movimiento el zorro frunció el ceño al recordar algo sobre sus padres que debió de conmoverle.
— Continúa, por favor —le dije con tono respetuoso. Realmente me sentía interesado por ese relato.
— Mi padre se obstinó en que jamás aceptaría a un hijo militar - suspiró - de modo que recogí todo lo que tenía y desaparecí de casa. Me consta que mi madre murió hace algunos años. Mi padre no me habla, perdí todo lo que tenía en el momento en el que ingresé en la academia.
Le di una calada a mi cigarro y apoyé la mano sobre una de mis rodillas. Mi compañero se quedó mirando cómo se consumía lentamente en mi mano.
— Brauhm, ¿puedo preguntarte algo personal?
— Adelante.
Doc se giró para encararse hacia mí.
— ¿Por quién luchas tú?
Confieso que aquella pregunta me cogió con la guardia baja. Medité durante un rato. No tenía ninguna respuesta.
— No tengo a nadie por quien luchar, supongo que lucho por mí, para sobrevivir.
— Ya veo… —murmuró el zorro.
— Llevo desde los nueve años en el programa de los Venators para gente con Lietzchenbaum.
— No tuviste elección.
— Así es… Hay días en los que desearía haber escogido mi profesión, en lugar de acabar disparando a gente.
Mi compañero se dio por aludido, asintió en silencio.
— ¿Crees que no debería estar aquí, verdad? —dijo Doc, de forma cortante.
— Eres un buen tipo —comenté yo, quitándole peso a la situación.
— Eso no responde a la pregunta.
— Claro que no —dije, apagando lo que quedaba de mi cigarro contra un costado de la silla—.No voy a responderte a eso.
Doc suspiró, algo molesto.
— Está bien… estoy acostumbrado a que no crean en mí.
— No te lo tomes así. No es nada personal.
— Si… lo sé, es porque mido un metro sesenta, tengo unas orejas enormes y un llamativo pelaje naranja que es visible a setecientos metros —bufó.
El zorro se cruzó de brazos, como abrazándose a sí mismo. Yo saqué otro cigarro de mi pitillera y lo encendí. Podía comprender su frustración, pero sentirse frustrado no le daba la razón ni lo convertía en un mejor soldado.
— Bueno… pero eres una buena persona —ese era yo, tratando de mejorar las cosas.
— Ser una buena persona no me convierte en un buen soldado - bufó.
Su comentario me hizo recordar a todos aquellos soldados con los que había convivido desde mi tierna infancia. Recordé cuántas personas retorcidas y crueles había entre nuestras filas, y cuántas se hallaban fuera, como enemigos.
— ¿Sabes qué? Acabo de darme cuenta de algo —comencé a decir, tratando de darle la forma correcta a lo que estaba pensando—. Hay algo por lo que sí que lucho.
Doc ladeó el hocico y giró sus orejas hacia mí.
— Me gusta pensar que, al final de todo, cuando me peguen un tiro y todo se vaya al carajo… por lo menos habré matado a una buena cantidad de hijos de puta.
El zorro sonrió de forma discreta, como si no quisiera que yo me diese cuenta.
— Yo creía que luchaba por mi hermana, para honrarla, o para vengarme; pero llevando un rifle entre las manos me di cuenta de que hay otras razones.
— ¿Y cuáles son esas razones?
— Primero, porque voy a ser un gran tirador. He sacrificado todo lo que tenía por esto. Todo mi empeño, toda mi vida, y por mis cojones que acabaré siendo capitán, o teniente.
Nos miramos a los ojos, una llamita de pasión brillaba en la mirada de mi compañero, convencido de lo que decía. Aquello era justo lo que yo necesitaba para empezar a respetarle.
— ¿Y la segunda razón?
Mi compañero suspiró y miró alrededor. Posó la vista sobre el gran agujero en la pared, que nos devolvía la mirada, solitario y silencioso, en medio del pasillo.
— Porque a pesar de que algunos idiotas revienten las paredes de una galería, yo quiero creer que el mundo es un lugar bueno —dijo, recostándose hacia atrás—. Hay hijos de puta, pero también hay gente buena, gente con esperanza, que vale la pena. Esa gente merece vivir en paz.
Dejé escapar una sonrisa. La verdad es que nunca lo había comentado con nadie, pues era algo demasiado íntimo para mí. Pero tenía que admitirlo: yo compartía con Doc la segunda razón de mi lucha.
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