
El mundo tiene ya de por sí su buena dosis de locura y maldad. Todos lo sabemos. Todos tratamos de convivir con ello lo mejor posible, de hacer nuestra vida al margen del horror y la depravación.
El gran problema de ser venator es que vives arrojado a esos rincones oscuros del mundo que nadie quiere ver. Nuestro trabajo nos pone de frente contra la maldad. Muchos de los compañeros que conozco perdieron toda la esperanza por enfrentarse a una situación como la que me expongo a relatar.
La mañana era lluviosa y fría. Yo estaba desayunando con el capitán Hawk, tratando algunos asuntos personales, cuando recibimos un mensaje urgente.
Citaban al capitán en una telegrafía cercana. Estábamos al sur del país, a orillas del lago Eisenring y Hawk era el único oficial que merodeaba por la zona. Dejamos todo y, ya que tenía que ver con telégrafos, mandamos venir a Leo Kauffman, "Doc".
Cuarenta y cinco minutos más tarde estábamos los tres personándonos en aquel negocio, con los abrigos mojados y cara de pocos amigos. Nos recibió una nutria con un semblante preocupado, que nos llevó hacia la máquina que él operaba.
- ¿De qué se trata?
- Esta mañana estábamos esperando para recibir un telegrama, pero hubo algo extraño en las líneas y el telégrafo envió esto.
El tipo nos acercó una hoja manuscrita, como buscando que le tranquilizásemos, ya que éramos la autoridad. Hawk leyó en voz alta:
"Enviadlos sedados, ..--..-.-.--….---- sus pertenencias en una caja -.. estar vivos -..- "
Sentí un escalofrío recorriendo la espalda. Tenía la sensación de que este texto hacía referencia a algo oscuro y malsano. Ignatius me miró, con cara de que aquello no pintaba nada bien.
- En el momento en el que vimos este fragmento del mensaje supimos que teníamos que llamarles. - murmuró el tipo, angustiado.
- Bueno… Pero no perdamos la calma - dijo Doc, quitándose el abrigo - ¿Podría ver su telégrafo? Creo que lo primero sería averiguar de dónde vino la señal.
El zorro se ajustó sus gafitas y comenzó a curiosear la máquina, balanceando la cola de un lado a otro.
- ¿Alguna idea de porqué sucedió esto?
- Creemos que desde la centralita conectaron con el cable incorrecto y la línea vino a parar aquí.
- Tiene sentido… Hagamos un par de comprobaciones…
Eché un vistazo alrededor. Aquellas oficinas estaban divididas en ocho cubículos con ocho respectivas máquinas, todo el cableado de los telégrafos trepaba por las paredes, entre los archivadores o subía verticalmente hacia el techo.
- Es extraño… el aparato se comporta como si no existiese centralita al otro lado - dijo el operario, arrugando el hocico - no hay remitente.
- ¿Y si tiene que ver con los cables? - comenté, señalando al techo, totalmente convencido de que estaba diciendo una imbecilidad.
La nutria y Doc dejaron lo que estaban haciendo y levantaron la mirada hacia mí.
- Llueve mucho y hace viento, ¿No sería posible que algunos de los cables de allá arriba… Estén tocándose, o algo? - dije, con una sonrisa idiota.
Se miraron entre ellos.
- Sí, creo que es tan obvio que podría ser la solución.
La terraza del edificio estaba inundada, a pesar de que ni siquiera se encontraba a cielo abierto. Por encima de nosotros, en un inmenso arco de piedra estaban tendidas las carreteras y los edificios del nivel superior. El agua, de un color oscuro y oleoso, chorreaba por las fachadas de los edificios y por los canalones, empapando todo el paisaje con una miscelánea mugrienta.
En la terraza, una gran centralita en forma de columna daba salida a todos los cables, las vías de telégrafo salían en todas direcciones, fijándose en los edificios cercanos, con postes o apliques en las paredes. Muchos de ellos llevaban pequeñas cintas o pañuelos de colores anudados, para reconocerlos más fácilmente entre toda aquella telaraña.
La sensación del viento sobre los abrigos empapados nos helaba hasta los huesos. El sonido del viento en los oídos y del agua cayendo hacían que pensar con claridad fuera un poco más difícil, en medio de la lluvia y el frío. Desde donde estábamos podíamos ver el lago Eisenring, a tan sólo una calle de distancia. El lago era una mancha de color óxido y gris, picado por las lluvias, que se extendía hasta prácticamente tocar el horizonte, donde las torres de los edificios de la zona despuntaban con las luces frías de la mañana. Los edificios se cernían al borde del lago, hasta el punto en el que los sillares de las factorías tocaban directamente en el agua.
La nutria comenzó a revisar los cables, paraguas en mano. No nos costó demasiado tiempo encontrar el que buscábamos. La línea de telégrafo colgaba lánguidamente, meciendo su parte inferior. Esta línea rozaba, por acción del viento contra otro de los cables, bien tensos, de la telegrafía. El roce y los años de desuso habían desgastado el recubrimiento de la línea, mostrando el hilo de cobre trenzado, directamente expuesto en algunas zonas.
El operario se acercó al borde de la terraza, para poder verlo más de cerca.
- Esta línea no es nuestra - dijo, ajustándose las gafitas, manchadas de lluvia sucia - Está en bastante mal estado, parece una línea de telégrafo abandonada.
- Nadie tendría un cable sin mantenimiento, esto es muy extraño - reflexionó Doc en voz alta.
- Bueno… Os dejo elegir - dijo Hawk, siguiendo el cable con la mirada - ¿Izquierda o derecha?
- ¿No iremos a seguir el cable por los tejados, verdad? - me giré para mirar a mi oficial.
- No, yo tenía pensado seguirlo a pie de calle. Pero ir por los tejados, con la lluvia y el viento me parece una buena idea también - me respondió, con una sonrisa malvada.
Ambos nos quedamos mirando a Doc por un momento y éste se encogió de hombros. Ignatius se ajustó el sombrero para evitar que la lluvia le diera en la cara y me hizo un gesto parco. Doc descolgó la bolsa que llevaba a la espalda, parte de su uniforme. De ella sacó un gancho de escalada y una soga, parte del pertrecho habitual de los venators. El gancho, de formas cuadradas y fabricado en una sola pieza, sin adornos, se fijaba al antebrazo, permitiendo que un usuario entrenado trepase por los barrocos edificios de Stahland con relativa comodidad.
El zorro enrolló la cuerda en el mismo antebrazo, dejando que un extremo de ella, unos tres metros, colgasen libremente.
Ya no teníamos nada que hacer allí, de modo que abandonamos la telegrafía y nos pusimos manos a la obra. El día había comenzado de forma pesada, con la lluvia, el frío y un encargo que aparentaba ser algo rutinario y trivial.
Sin embargo, el enigma del cable perdido había resultado ser algo realmente interesante. La promesa de un misterio por resolver nos estimulaba a los tres. Doc caminaba dando saltitos por los tejados, como si estar pisando tejas húmedas y resbaladizas no fuera algo de su incumbencia.
Nosotros le seguíamos por la calle, a veces viendo su diminuta figura, una docena de metros más arriba, o a veces, cuando los niveles superiores se solapaban con los edificios de nuestra calle, tan sólo podíamos ver la cuerda de su antebrazo, resbalando por la fachada.
Nuestro compañero usaba el extremo colgante de la soga para que pudiéramos darnos una mejor idea de por dónde estaba correteando. Él tenía que tener cuidado de no resbalar y matarse en aquellos tejados traicioneros, pero nosotros teníamos que imaginarnos dónde estaba, y correr calles enteras, cuando el cable cruzaba en diagonal por encima de los edificios.
La línea de telégrafo parecía bordear todas las calles que seguían el margen del río. El tendido no había sido renovado en ningún punto. En muchos tramos, el cable estaba clavado directamente sobre la fachada de los edificios. Casas que por otro lado eran bastante antiguas, muchas de ellas abandonadas.
La vereda del Eisenring no era un lugar glamuroso. Las enormes industrias habían reclamado este lugar cercano al agua para abastecer su insaciable maquinaria. Esta zona estaba particularmente sucia y contaminada, aún más para los estándares de Stahland. Ningún gran arquitecto quería levantar un palacete o una galería en esta zona. Barrios enteros habían sido construidos por las mismas factorías. Edificios y edificios de viviendas minúsculas, para albergar a una legión de proletarios, que vivían y respiraban entre el humo y la inmundicia de las chimeneas.
Ahora toda esa mugre enviada al cielo parecía volver, en forma de venganza, en una lluvia parda y asquerosa sobre nosotros, al estilo de Stahland.
Doc nos lanzó un silbido alegre, desde lo alto de una de las residencias, y nos saludó levantando la mano.
- Parece que se lo está pasando en grande… - suspiró el capitán, cubriéndose con el antebrazo, para no mojarse el rostro.
El zorro se inclinó sobre el borde del edificio y aseguró el extremo de la soga, antes de descolgarse hasta llegar a pie de calle. Estaba empapado, desde las orejas hasta la cola, su abrigo chorreaba la misma lluvia parduzca y turbia que todavía seguía cayendo desde aquella mañana. Se sacudió los faldones del abrigo y se frotó las manos, tratando de quitarse la mugre.
- El cable no continúa a partir de ahí - comenzó a decir - Se mete directamente por una de las torres del edificio contiguo.
- ¿Es otra telegrafía?
El zorro negó con la cabeza
- No, parece algún tipo de hospital. ¿Quiere que nos acerquemos, señor?
- Si es un hospital, podríamos pedirles un par de toallas - me quejé, sintiendo los calcetines húmedos dentro de mis botas.
La mole a la que mi compañero se refería por "hospital" era un bloque cuadrado, de paredes de ladrillos blancas y pulidas. Cuatro torres redondas despuntaban en las esquinas, provistas de estrechas ventanitas con barrotes oscuros. La fachada brillaba por la humedad, Habían enyesado toda la superficie exterior para disimular las juntas de los ladrillos. Aquel edificio aparentaba ser un lugar antiquísimo y descuidado.
Nos fuimos acercando, con las botas chapoteando en el adoquinado. El supuesto hospital sobresalía por encima de la línea de residencias desde la que Doc se había descolgado, de modo que recorrimos la calle que había entre nosotros y el edificio. Al girar la esquina lo vimos de frente. Enorme, blanco, con ventanas reforzadas con barrotes y una puerta de hierro que daba al patio interior, frente al porche.
Un cartel curvo, de hierro forjado, sobre la puerta, rezaba: Sanatorio Mental Lakeside.
- De modo que aquí es donde llegó el mensaje… - murmuró Hawk, con los brazos en jarra.
- ¿Sabéis lo que esto implica, verdad? - dijo Doc, bajando las orejas.
Nos miramos entre nosotros. A simple vista, no parecía un lugar agradable, pero era ligeramente mejor que estar afuera, con el agua calando hasta los huesos.
Ignatius pronunció su famosa frase. "Dejad que hable yo" y se adelantó. Le mostró la placa al guarda de la puerta, que nos dejó pasar sin hacer preguntas. Accedimos al Hall a través de dos puertas dobles de madera y vidrio.
La primera impresión de aquel lugar fue sentir de nuevo el calor. El lugar tenía todos sus radiadores apagados, pero al no correr tampoco el viento dejábamos de sentirnos congelados.
El lugar tenía francamente mejor aspecto por dentro del que aparentaba por fuera. Un amplio recibidor con antiguos muebles de madera, percheros, y algunos asientos. A nuestra izquierda, unas butacas con el tapizado desgastado y un reloj que ya marcaba las once y media. A nuestra derecha, un paragüero bajo el cual habían colocado unas hojas de periódico. Frente a nosotros, el recibidor, protegido con una rejilla de cobre y varias puertas dobles, que se extendían por larguísimos pasillos. Todas las paredes y el suelo estaban cubiertos por azulejos blancos, que en aquel entonces era el material más aséptico que los arquitectos conocían. Sin embargo, y a pesar de que habían sacado brillo al suelo con esmero, si uno miraba entre las rendijas, allí donde no se puede limpiar, las junturas de los azulejos revelaban que aquel suelo había conocido una mugre inimaginable.
Una señora salió desde la puerta del personal y se encaminó hacia nosotros. La tipa, alta como una montaña y oronda como una colina, se nos quedó mirando de arriba abajo. Las rechonchas y rosadas manos estaban entrecruzadas sobre su tripa, para disimular aquellos botones del traje de enfermera que estaban a punto de reventar. Llevaba el pelo recogido en un moño apretado tras una cofia. Este peinado reglamentario sólo conseguía remarcar todavía más su cara redonda y sonrosada y su enorme papada.
Debía de ser al menos un palmo más alta que yo. Por supuesto, era dos veces más alta y por lo menos cuatro veces más ancha que Doc. El zorro se giró hacia mí, adivinando lo que pensaba, y me miró con cara de "¿La has visto? Es enorme". Yo le devolví una mirada asesina, pretendiendo decir: "Cállate, se te comerá si haces algún comentario"
- Bienvenidos al Sanatorio mental Lakeside. ¿Qué se les ofrece, agentes?
- Queríamos hablar con el director del centro - dijo Hawk, mostrándole la placa.
La enfermera se giró para mirar a su compañera, que esperaba tras la recepción.
- Me temo que no será posible… El doctor está ocupado ahora, ha pedido que nadie le moleste.
- Necesitamos verle, es un asunto importante, debe respondernos a algunas preguntas - insistió el capitán.
- Yo soy Dorothy Clein, jefa de personal. Puedo responder a todo lo que ustedes necesiten. Si son tan amables, podemos ir a alguna de las oficinas.
Dorothy nos hizo una señal para que no nos quedásemos en Hall. Ignatius dejó su sombrero en el perchero que quedaba a su izquierda. Seguidamente, se quitó el abrigo, mostrando las dos cartucheras que sostenían dos revólveres bajo sus axilas.
Yo le imité, estaba harto de llevar aquel pesado abrigo empapado. Los guardias nos miraron con recelo, pero al ver que aquella gigantesca mujer avanzaba por delante de nosotros, nos dejaron pasar a regañadientes.
Comprendía la inquietud de aquellos hombres, a mí también me han encargado vigilar una puerta. Por otra parte, a día de hoy no estoy seguro si hubiera entrado en un sanatorio mental sin mi arma.
Recorríamos el pasillo sorteado de puertas de madera pintada. Cada cincuenta o sesenta metros, el pasillo estaba surcado por unas puertas de barrotes, blancas también.
- Si aguardan un momento tal vez podamos pedirle al doctor un poco de su tiempo… pero díganme. ¿Qué es lo que quieren saber?
- Dígame, señora Clein… - Hawk sacó un cigarro - ¿Qué es lo que guardan ustedes en la torre oeste del sanatorio?
La corpulenta mujer guardó silencio por un instante, sin dejar de caminar.
- En la torre oeste… No hay nada interesante en la torre oeste. Es una de las alas para pacientes mentales terminales. Únicamente hay celdas y más celdas. ¿Ha hecho algo malo alguno de nuestros internos?
Hawk trató de encenderse el cigarro, pero el mechero estaba falto de piedra.
- No lo sabemos todavía. - hizo una pausa y me dio un codazo, para que le pasara mi encendedor. - maldito cacharro…
- Lo sabremos cuando hablemos con el doctor - aportó Doc, ajustándose las gafitas, todavía manchadas de lluvia. ¿Qué nos puede contar sobre él?
- El doctor Lorenz regenta esta institución desde hace treinta años, antes de heredarla de su padre. Nunca hemos tenido ningún incidente grave.
Una enfermera se cruzó en nuestro camino empujando una silla de ruedas. Sobre el traqueteante aparato descansaba un gato, con un pijama blanco de paciente. El tipo estaba recostado, con la cabeza hacia un lado y la mirada perdida. Doc se giró y siguió mirando cuando pasó de largo.
- ¿Qué entienden por "incidente grave"? - finalmente Hawk consiguió encender su cigarro.
- En este lugar viven enfermos mentales. Gente con aflicciones del cerebro y del espíritu - explicó Dorothy, calmadamente, como si hubiera dicho eso miles de veces - Los residentes se pelean, se agreden, roban o tratan de fugarse, el conflicto es inevitable.
El largo pasillo acababa finalmente en dos salidas, una que daba a un amplio salón con estanterías y alfombras, y otro recodo hacia la derecha por el que se prolongaba otros cuatrocientos metros siguiendo la misma estructura de blancura impecable y barrotes. Aquel otro pasillo se encontraba bastante más concurrido, varios enfermos caminaban dando tumbos, uno de ellos estaba acurrucado contra la pared sin más. A medio camino, varios guardas conversaban con una de las enfermeras, en un espacio, similar a una garita.
- Podemos esperar aquí tranquilamente a…
Un tremendo grito nos sobresaltó a todos, Uno de los tipos de pijama blanco se puso en pie dando un alarido y echó a correr hacia nosotros. En su camino topó con una enfermera que portaba un carrito con ruedas con medicinas.
La enfermera, el carrito y las medicinas rodaron por el suelo de un empujón. Aquel energúmeno tomó la bandeja de acero sobre la que estaban los frascos y la estrelló con ambas manos contra la cara del guardia que se aproximaba.
El guardia y su porra de seguridad cayeron al suelo con un estampido metálico, mientras aquel tipo se precipitaba hacia nosotros, dando alaridos de pánico. Ignatius se llevó la mano a la cartuchera, pero antes de que pudiera siquiera sacar su arma, el tipo ya estaba encima de nosotros. Se abrazó con todas sus fuerzas a Doc, que trastabilló varios pasos hacia atrás.
Era un coyote - al menos lo parecía - con el pelo pardo y quebradizo. Algunas zonas en sus brazos, en sus nudillos o en su cabeza estaban peladas, signo de algún desequilibrio extraño. Tras aquel instante de pánico nos percatamos de que no pretendía atacarnos, sino que repetía una y otra vez "por favor, ayudadme" entre sollozos de terror.
Tres guardias corrieron hacia nosotros gritando, arma en mano, para tratar de reducir y arrestar a aquel pobre diablo. Doc reaccionó rápido; rodeó los hombros de aquel tipo con el brazo de forma protectora y sacó su revólver. Sin dudarlo ni un momento le plantó el arma en el pecho al primer guardia que se acercó a él. El coyote, por su parte, continuaba llorando y repitiendo una y otra vez "Ayudadme, quieren matarme"
Hawk y yo acabamos de desenfundar nuestros revólveres, más para no desentonar en la escena que para usarlos realmente. Ambos estábamos estupefactos, por lo abrupto de la conversación y por lo agresivo de la reacción de nuestro zorro.
- Este tipo es un demente peligroso… - comenzó a decir el guardia, sin cojones para mover ni un músculo.
- Retroceda, ahora está conmigo y pienso hacerle un par de preguntas.
- Está prohibido hablar con los residentes.
Doc gruñó mostrando los dientes y amartilló su arma.
- !Cállese, o tendrá que decirme qué cosas están prohibidas con dos agujeros en el pecho!
El guarda retrocedió un par de pasos, levantando las manos, con cautela. A pesar de ser dos palmos más bajo, encañonarle con un revólver resultaba igual de intimidante. Dorothy sudaba e hiperventilaba, todo en silencio, por temor a llevarse el primer disparo.
- Este hombre nos estaba pidiendo ayuda, Iré con él a la sala de descanso y tendremos una conversación.
La se quedaron enfermera y los guardias mirando al que, de nosotros tres, tenía los galones. Hawk estaba ahora más calmado, al saber que aquel numerito se debía a la debilidad que sentía Doc por los débiles y los indefensos.
- Pero capitán. !Dígale algo! - dijo Dorothy, tratando de respirar, con la papada presionándole el cuello del uniforme.
- No puedo hacer nada, señorita Clein… ¡Es un zorro con una pistola! - exclamó, poniendo cara de impotencia y miedo.
En verdad el capitán se estaba burlando descaradamente de toda aquella gente. Tardé en percatarme de lo que estaba haciendo: lo tenía todo perfectamente bajo control, estaba tomándole el pelo a aquella tipa rolliza y a los guardias, en definitiva, armando un buen espectáculo.
Una de las puertas del pasillo se abrió, y una figura emergió por detrás de los guardias. Un león de unos setenta años, con bastón, traje de chaqueta azul marino y chaleco, corbata color tinto y unas gafas redondas.
- ¿Puede saberse qué es todo este jaleo, señorita Clein? - gruñó, secamente.
- Doctor… yo… ellos… - balbuceó la enfermera, haciendo aspavientos.
- Valla… supongo que usted es el eternamente ocupado doctor Lorenz… - comentó Hawk, con una sonrisa cínica - me alegra que haya encontrado un momento para atendernos.
La voz de aquel hombre mayor era profunda y suave, como de alguien que está acostumbrado a sosegar empleando el discurso. El doctor se ajustó las gafas y vió lo surrealista del numerito: tres tipos con porras, acorralando a tres tipos con revólveres, un coyote demente y una enfermera cuyas mantecas parecían derretirse por la impotencia y los nervios.
- ¿Quién es usted, y qué es lo que tengo que hacer para que deje de alborotar en el pasillo?
- Gracias por ir al grano - suspiré, harto de ser el tema de conversación de las enfermeras y los internos, al final del pasillo.
- Soy el Capitán Hawk, del cuerpo de venators. - hizo una pausa y cruzó las manos tras la espalda, escondiendo su cigarrillo - Si le dice a estos hombres que se marchen y habla con nosotros, seguramente mis hombres recuperen la calma.
El león sacó su reloj de bolsillo, haciendo un cálculo rápido del tiempo que perdería con nosotros aquella mañana.
- Muy bien, Señorita Clein, vaya a refrescarse, por amor de dios. Ustedes muchachos, vuelvan a su lugar. - se giró, pivotando sobre su bastón, como controlando su territorio - ¿Y ustedes, no tienen trabajo que hacer? - bramó, a las enfermeras que curioseaban desde el pasillo.
Nos hizo un gesto con una de sus enormes patas y nos abrió la puerta de su despacho. Doc se quedó en la sala a nuestra derecha, entretenido en su asuntos.
El despacho, por no alargar más la descripción, era el de un psiquiatra con treinta años de experiencia: docenas de libros, alfombras, un busto de un león que no reconocía y un escritorio barrocamente tallado.
- No es necesario que nos sentemos, solo será un momento - dijo Hawk, al ver que el viejo hombre acercaba una de las sillas.
- Apague el cigarro, no quiero que fume aquí dentro - respondió secamente.
El capitán me dedicó una mirada, francamente divertido por aquel juego de poder. Dejó caer la colilla al suelo y la aplastó bajo su bota.
- A veces hay que saber ceder en las negociaciones. - dijo, cínicamente.
El doctor Lorenz tomó asiento, a pesar de que nosotros decimos quedarnos de pie frente a él.
- La próxima vez, por favor, pregunten por mí en la recepción, en lugar de pelearse con mis muchachos.
- Eso es curioso - dije yo, mirando a mi superior - porque esa señora, Dorothy, nos dijo que no recibiría a nadie.
Nuestras miradas parecían incomodarle. El doctor carraspeó, buscando alguna excusa.
- Dorothy se preocupa mucho por mi estado de salud… Es normal que se inventara alguna excusa si les vio como tipos amenazantes. En cualquier caso, pregunten lo que quieran.
- Está bien, hagamos esto rápido - comentó Hawk - ¿Quién tiene acceso al telégrafo del sanitario?
- Creo que no le sigo… Nosotros no tenemos línea de telégrafo propia.
Se produjo un instante de silencio.
- ¿Cómo hacen entonces para comunicarse con el exterior?
- Dos veces por semana uno de los celadores recoge todos los mensajes de la cesta de correos y la lleva hasta la telegrafía en la parte norte del lago.
Casualidades que tiene la vida, nosotros proveníamos de esa misma telegrafía.
- Hace tiempo teníamos una línea de telégrafo directa con otra telegrafía cercana. Pero cuando cerraron su negocio no quise invertir en un nuevo cable. Hace veinticinco años de eso.
- Ya veo… - murmuró el capitán, mirándome por un instante.
Al menos teníamos algo; la antigüedad del cable.
- Todavía no me han dicho nada ustedes, caballeros - el león hizo una pausa- ¿qué ha ocurrido? ¿Ha hecho algo malo alguno de nuestros internos?
- No lo sabemos todavía - Hawk respondió de igual manera a la misma pregunta cuando se le había hecho la enfermera, un rato antes. - ¿Quién regula la entrada de nuevos pacientes?
- La mayoría llegan por orden de un Juez. En cualquier caso, todos pasan por los registros de admisión de la recepción - hizo otra pausa, el doctor era lo bastante inteligente como para adelantarse un par de pasos en la conversación - ¿Cree usted que estamos secuestrando a personas inocentes, verdad?
- Yo no creo nada, doctor, yo hago mi trabajo. ¿Qué ocurre con los pacientes que mueren?
El doctor se encogió de hombros.
- Que dejan de respirar… No sé ¿qué quiere saber exactamente sobre los finados?
- La manera en la que los gestionan, supongo que no los tirarán al lago.
El león soltó una sonora carcajada.
- Y no será por falta de ganas, algunos de estos tipos se hacen de odiar - se incorporó en su silla, retomando el porte sobrio - una vez un doctor ha certificado la muerte, pasan a la morgue, donde son tratados, se procesan sus fichas y son llevados al crematorio estatal.
- ¿Quién tiene acceso a todo eso?
- La señorita Dorothy Clein, y un celador en la morgue, llamado Archibald Lether - el león juntó las yemas de sus dedos, por encima de la mesa.
Ignatius asintió despacio, tratando de procesarlo todo. Por desgracia, no traíamos papel para apuntar todo aquello.
- ¿Eso es todo? - insistió Lorenz, con una sonrisa amable.
- Una última pregunta, y le prometo que nos marcharemos. - sacó su pitillera, buscando el cigarro que se fumaría una vez saliera - ¿Qué guardan en la torre oeste?
El viejo doctor arqueó una ceja.
- La torre oeste es un almacén para los archivos. Es donde apilamos todas las fichas de los internos. Me temo que necesitará la orden de un juez si pretende rebuscar en…
- No será necesario doctor - interrumpió Hawk - Eso era todo, gracias por su amabilidad.
Adivinando lo que iba a hacer el capitán, le acerqué de nuevo el mechero para que prendiera su cigarro, al tiempo que salíamos al pasillo. Al vernos, Doc se despidió de su recién adquirido amigo y se levantó de la silla en la que estaba para volver con nosotros.
Salimos del recinto, sintiendo las miradas de absolutamente todo el mundo sobre nuestras espaldas. El capitán caminaba erguido, fumando un cigarro, con ademán tranquilo. Sin embargo nosotros, que pasábamos tanto tiempo con él, sabíamos que estaba bastante cabreado. No era para menos, en aquel lugar alguien mentía, alguien ocultaba algo y todos, todos se negaban a colaborar.
Si nuestras pesquisas eran ciertas y el mensaje había sido enviado desde aquel lugar, había alguien interesado en meter gente en el sanatorio por la puerta trasera. Había mil y una razones por las que alguien podía querer algo así. Nadie escucha a los locos, es una institución de la que es casi imposible salir sin ayuda. Lo más parecido a una cárcel que existía en un país sin cárceles.
Cruzamos el hall y salimos a plena calle, para nuestra alegría, la lluvia había cesado casi totalmente, aunque el cielo, plomizo y depresivo, seguía cubriendo el cielo de parte a parte.
- En fin… Cuéntanos, Doc, sobre tu amiguito - gruñó el capitán.
- Se llama Francis Meyer, y estaba convencido de que lo iban a matar pronto.
- ¿Quién? - pregunté.
- Las enfermeras, los celadores, sus compañeros… todo el mundo iba a matarle.
- Bueno… ¿Y si está lobo? - sugerí
- ¿Un loco en un sanatorio mental? Eso es inusual - respondió Doc, con una sonrisa divertida.
- ¿Tu crees que decía la verdad? ¿Sobre lo de que le iban a matar? - preguntó el capitán.
- Yo sí le creo… pero no deja de ser un enfermo mental - Doc se encogió de hombros.
Continuamos caminando sin rumbo, alejándonos de aquel lugar, siguiendo al capitán.
- Pero me dijo algo interesante - añadió el zorro - le pregunté qué había en la torre oeste.
- ¿Y bien?
- Me dijo que no existía esa torre oeste, que nadie había entrado jamás allí.
El capitán torció el gesto, pensativo.
- Sea como sea, no podemos fiarnos de un loco. Ni del personal del sanatorio tampoco… A la mierda, estoy cansado de todo esto. Tomemos un descanso.
Finalmente y resueltos a que no encontraríamos nada por ese camino, decidimos, ya que nos encontrábamos en un punto muerto, hacer una pausa y comer. En verdad aquello no tenía nada que ver con el caso del telégrafo pero… qué cojones, teníamos hambre.
Acabamos en un discreto restaurante a unas cuatro calles de distancia. Un modesto local para pequeños empresarios, obreros venidos a más y gente que estaba de paso, como parecíamos ser nosotros. El sitio estaba situado una de las esquinas de un cruce de calles. Dos grandes ventanales de madera y hierro le daban al sitio una apariencia bastante amplia y luminosa, cosa extraña en un edificio Stahliano. Por dentro un sitio francamente corriente: Una campanilla que chocaba contra la puerta al abrirse, sillas y mesas de madera sin adornos, faroles de aceite en algunas mesas y de acetileno en las paredes, una barra alargada desde la que servían las copas, y un mueble atestado de botellas polvorientas, algunas de las cuales ni siquiera fueron jamás abiertas.
El humo del tabaco formaba una tenue bruma en el techo. El olor grasiento y especiado que provenía de la cocina nos recordó de pronto que estábamos hambrientos como perros. De haber estado Baskerville entre nosotros, hubiésemos bromeado al respecto.
Pedimos el único menú y a continuación nos sentamos en lo que el capitán juzgó “La mesa más cómoda”, es decir, la que estaba en el centro del estrecho local. Solo un par de mesas más estaban ocupadas. Unos tipos de rostro sombrío bebían en una esquina, con aspecto de ser marineros. En el otro extremo, tres tipos con trajes de obrero que se apuraban en tomar su comida, con las cabezas agachadas, sin mediar ni una palabra. Junto a nosotros, en la mesa de al lado, un anciano se encorvaba sobre la mesa, aferrándose a una botella de whisky. Aquel apoyo parecía su último recurso para evitar caerse y morir a causa del alcohol y todos aquellos años que no pasaron en balde para él.
No tardaron demasiado tiempo en servirnos la comida. Un plato típico entre las gentes humildes de Stahland, una suerte de carne seca o cecina cocinada con una salsa melosa de color ocre. Tenía mejor sabor que aspecto.
- Entonces... ¿Sacasteis algo en claro? – preguntó Doc, hablando con la boca llena.
El capitán negó con la cabeza. Estaba sumido en sus pensamientos, con la mejilla apoyada en su puño, como si la respuesta del misterio del manicomio se encontrara escrita debajo de aquel filete en salsa.
- Yo creo que no nos han contado toda la verdad… - volvió a decir Doc.
- Gracias Doc, eres un genio – no pude contenerme ante aquella obviedad.
El zorro me sacó la lengua, que marrón por la salsa, para burlarse de mí. El capitán seguía con sus cosas, ajeno a la discusión de alto nivel que sucedía frente a él.
- Tres personas nos han dicho cosas distintas sobre la torre oeste… - murmuró, haciendo girar la comida en su plato – Es evidente que alguien miente.
- Simplemente podemos pedir que nos muestren esa torre – sugerí.
- Yo no creo que sean tan amables, antes le prenderían fuego a la torre. Vamos a revisar lo que tenemos hasta ahora.
Hawk y yo comenzamos a hilar de nuevo todos los puntos de la historia. Mientras tanto, Doc estaba entretenido mirando a un pequeño zorrito, de unos ocho años, que jugaba distraído entre las mesas. Estaba como a metro y medio de donde estábamos nosotros y se entretenía con un Zepelín hecho de madera y lata. El infante jugaba distraído, ajeno a cualquier otra cosa, hasta que chocó de lado con la silla de Doc, que estaba casi tan distraído mirándolo a él.
Ambos intercambiaron miradas por un momento. Doc sonrió, de oreja a oreja.
- ¡Pórtate bien, cachorro! – le dijo, exagerando sus gestos hasta resultar teatral – Porque si no… ¡Vendrá el Wendigo y se te comerá!
El rostro del niño se volvió blanco como la cal. Seguidamente, los ojos se le llenaron de lágrimas. Instantes después corría, llorando escandalosa y desconsoladamente, hasta refugiarse abrazado a una de las piernas de su madre. Esta no era otra que la vixen que servía como camarera en aquel lugar.
Era una muchacha joven, de muy buen aspecto y con un largo cabello liso, que portaba una bandeja llena de platos vacíos entre las manos.
- Señor, no le cuente esas historias… - protestó la camarera - Ahora estará dando la lata con el Wendigo durante días.
El capitán y yo nos giramos para mirarle. Doc siempre se las ingeniaba para ser inoportuno y anticlimático. A veces de formas verdaderamente absurdas.
- Disculpe a mi colega – intervino el capitán – No tiene muy buena mano con los niños…
- Si, eso ya lo veo.
- ¿Le parece si pedimos un par de bebidas y nos olvidamos de este pequeño incidente? – dijo Doc, levantando el dedo índice.
Hawk pidió un vaso de Whisky doble. Doc y yo pedimos una botella de “Hada verde”. Si alguna vez os lo preguntasteis, ese zorro infame fue el culpable de que yo acabara cambiando el whisky y la ginebra por la absenta. Pero eso es una historia diferente, mucho menos siniestra, y la contaré a su debido tiempo.
La camarera se marchó hacia la estantería llena de botellas, cuando el capitán se inclinó sobre la mesa.
- Oye Kauffman. ¿Qué coño es eso del Wendigo?
- Es una leyenda, sobre un tipo que se volvió loco. Dicen que el wendigo se dedica a secuestrar a personas incautas y a niños para comérselos mientras todavía están vivos.
- Oh… es apasionante – la cara del capitán mostraba la decepción más absoluta.
- Sólo es una historia para asustar a los cachorros. – Doc se encogió de hombros.
- Pues funciona bastante bien – comenté, mientras veía como una mano dejaba una bandeja con copas sobre la mesa, pasando por encima de mí.
Preparé mi vaso de absenta, ya que por aquel entonces todavía la tomaba diluida. El capitán vació la mitad de su vaso de un trago, y luego se quedó mirando por la ventana, distraído.
Era algo propio de Hawk. Habíamos hecho una pausa para comer, descansar de aquel embrollo y tomar algo de perspectiva. Sin embargo nuestro capitán era incapaz de dejarlo estar. El caso seguía ocupando su mente, incapaz de dejarse estar, aunque fuera por unas horas.
Aquel punto obsesivo le habría de acompañar durante toda su vida y se acentuaría todavía más en la vejez, al igual que a mí. Tal vez sea algo que viene dado a todos los que, como el capitán y como yo, padecemos el síndrome de Lietzchenbaum. Pero eso es material para otra historia.
Todavía nos quedaba una cosa por hacer, aunque era una tarea larga y penosa: volver a la telegrafía y seguir aquel cable desvencijado en dirección contraria, para ver dónde acababa su otro extremo.
El capitán decidió que volveríamos cuando comenzara a caer la noche. Para levantar menos sospechas y quién sabe, para sorprender a algún incauto con las manos en la masa, aprovechando el amparo de la oscuridad.
Con la espesa capa de nubes, la luz comenzaría a abandonar la ciudad alrededor de las seis o seis y media de la tarde.
Eso nos dejaba alrededor de seis horas de espera. El capitán se retiró, para poder pasar la tarde a solas en una habitación de hotel. Dejó sobreentender que quería estar solo para poder dormir un rato. Aunque conociéndole Doc y yo sabíamos que se tendería boca arriba en la cama, para continuar pensando en el caso en silencio.
La última vez que nos tocó esperar durante un largo periodo de tiempo me tocó a mí decidir qué hacer. Yo estaba convencido de que, eligiera lo que eligiera mi compañero, me iba a aburrir de igual manera, por lo que no opuse resistencia.
El zorro me hizo caminar por un par de calles, buscando algún sitio divertido. Muy a mi pesar, Doc ignoraba un detalle importante, en un barrio obrero los edificios destinados al ocio eran más bien escasos.
Continuábamos deambulando por las calles, hasta que, de pronto, mi compañero se quedó detenido en medio de un cruce de dos avenidas.
Se quedó perplejo, con la mirada fija en el horizonte.
- Ya sé lo que quiero… vayamos allí.
Alargué el cuello para ponerme a su altura y contemplar lo que estaba mirando. Al final de la larguísima avenida, entre el hueco de dos edificios, una inmensa torre despuntaba en el horizonte, lo suficientemente lejos como para hacerse borrosa entre la bruma.
- No jodas… ¿Enserio?
- !Si, por supuesto! - dijo, mostrando una inmensa sonrisa.
Aquel edificio no era otro que uno de los edificios más grandes de todo Stahland: La torre de bronce del gremio de Phyross. Suspiré resignado y miré alrededor, tratando de orientarme hacia la parada de tranvía más cercano.
El cómo aconteció nuestra excursión a la torre más alta, mucho me temo que es otra historia.
El gran problema de ser venator es que vives arrojado a esos rincones oscuros del mundo que nadie quiere ver. Nuestro trabajo nos pone de frente contra la maldad. Muchos de los compañeros que conozco perdieron toda la esperanza por enfrentarse a una situación como la que me expongo a relatar.
La mañana era lluviosa y fría. Yo estaba desayunando con el capitán Hawk, tratando algunos asuntos personales, cuando recibimos un mensaje urgente.
Citaban al capitán en una telegrafía cercana. Estábamos al sur del país, a orillas del lago Eisenring y Hawk era el único oficial que merodeaba por la zona. Dejamos todo y, ya que tenía que ver con telégrafos, mandamos venir a Leo Kauffman, "Doc".
Cuarenta y cinco minutos más tarde estábamos los tres personándonos en aquel negocio, con los abrigos mojados y cara de pocos amigos. Nos recibió una nutria con un semblante preocupado, que nos llevó hacia la máquina que él operaba.
- ¿De qué se trata?
- Esta mañana estábamos esperando para recibir un telegrama, pero hubo algo extraño en las líneas y el telégrafo envió esto.
El tipo nos acercó una hoja manuscrita, como buscando que le tranquilizásemos, ya que éramos la autoridad. Hawk leyó en voz alta:
"Enviadlos sedados, ..--..-.-.--….---- sus pertenencias en una caja -.. estar vivos -..- "
Sentí un escalofrío recorriendo la espalda. Tenía la sensación de que este texto hacía referencia a algo oscuro y malsano. Ignatius me miró, con cara de que aquello no pintaba nada bien.
- En el momento en el que vimos este fragmento del mensaje supimos que teníamos que llamarles. - murmuró el tipo, angustiado.
- Bueno… Pero no perdamos la calma - dijo Doc, quitándose el abrigo - ¿Podría ver su telégrafo? Creo que lo primero sería averiguar de dónde vino la señal.
El zorro se ajustó sus gafitas y comenzó a curiosear la máquina, balanceando la cola de un lado a otro.
- ¿Alguna idea de porqué sucedió esto?
- Creemos que desde la centralita conectaron con el cable incorrecto y la línea vino a parar aquí.
- Tiene sentido… Hagamos un par de comprobaciones…
Eché un vistazo alrededor. Aquellas oficinas estaban divididas en ocho cubículos con ocho respectivas máquinas, todo el cableado de los telégrafos trepaba por las paredes, entre los archivadores o subía verticalmente hacia el techo.
- Es extraño… el aparato se comporta como si no existiese centralita al otro lado - dijo el operario, arrugando el hocico - no hay remitente.
- ¿Y si tiene que ver con los cables? - comenté, señalando al techo, totalmente convencido de que estaba diciendo una imbecilidad.
La nutria y Doc dejaron lo que estaban haciendo y levantaron la mirada hacia mí.
- Llueve mucho y hace viento, ¿No sería posible que algunos de los cables de allá arriba… Estén tocándose, o algo? - dije, con una sonrisa idiota.
Se miraron entre ellos.
- Sí, creo que es tan obvio que podría ser la solución.
La terraza del edificio estaba inundada, a pesar de que ni siquiera se encontraba a cielo abierto. Por encima de nosotros, en un inmenso arco de piedra estaban tendidas las carreteras y los edificios del nivel superior. El agua, de un color oscuro y oleoso, chorreaba por las fachadas de los edificios y por los canalones, empapando todo el paisaje con una miscelánea mugrienta.
En la terraza, una gran centralita en forma de columna daba salida a todos los cables, las vías de telégrafo salían en todas direcciones, fijándose en los edificios cercanos, con postes o apliques en las paredes. Muchos de ellos llevaban pequeñas cintas o pañuelos de colores anudados, para reconocerlos más fácilmente entre toda aquella telaraña.
La sensación del viento sobre los abrigos empapados nos helaba hasta los huesos. El sonido del viento en los oídos y del agua cayendo hacían que pensar con claridad fuera un poco más difícil, en medio de la lluvia y el frío. Desde donde estábamos podíamos ver el lago Eisenring, a tan sólo una calle de distancia. El lago era una mancha de color óxido y gris, picado por las lluvias, que se extendía hasta prácticamente tocar el horizonte, donde las torres de los edificios de la zona despuntaban con las luces frías de la mañana. Los edificios se cernían al borde del lago, hasta el punto en el que los sillares de las factorías tocaban directamente en el agua.
La nutria comenzó a revisar los cables, paraguas en mano. No nos costó demasiado tiempo encontrar el que buscábamos. La línea de telégrafo colgaba lánguidamente, meciendo su parte inferior. Esta línea rozaba, por acción del viento contra otro de los cables, bien tensos, de la telegrafía. El roce y los años de desuso habían desgastado el recubrimiento de la línea, mostrando el hilo de cobre trenzado, directamente expuesto en algunas zonas.
El operario se acercó al borde de la terraza, para poder verlo más de cerca.
- Esta línea no es nuestra - dijo, ajustándose las gafitas, manchadas de lluvia sucia - Está en bastante mal estado, parece una línea de telégrafo abandonada.
- Nadie tendría un cable sin mantenimiento, esto es muy extraño - reflexionó Doc en voz alta.
- Bueno… Os dejo elegir - dijo Hawk, siguiendo el cable con la mirada - ¿Izquierda o derecha?
- ¿No iremos a seguir el cable por los tejados, verdad? - me giré para mirar a mi oficial.
- No, yo tenía pensado seguirlo a pie de calle. Pero ir por los tejados, con la lluvia y el viento me parece una buena idea también - me respondió, con una sonrisa malvada.
Ambos nos quedamos mirando a Doc por un momento y éste se encogió de hombros. Ignatius se ajustó el sombrero para evitar que la lluvia le diera en la cara y me hizo un gesto parco. Doc descolgó la bolsa que llevaba a la espalda, parte de su uniforme. De ella sacó un gancho de escalada y una soga, parte del pertrecho habitual de los venators. El gancho, de formas cuadradas y fabricado en una sola pieza, sin adornos, se fijaba al antebrazo, permitiendo que un usuario entrenado trepase por los barrocos edificios de Stahland con relativa comodidad.
El zorro enrolló la cuerda en el mismo antebrazo, dejando que un extremo de ella, unos tres metros, colgasen libremente.
Ya no teníamos nada que hacer allí, de modo que abandonamos la telegrafía y nos pusimos manos a la obra. El día había comenzado de forma pesada, con la lluvia, el frío y un encargo que aparentaba ser algo rutinario y trivial.
Sin embargo, el enigma del cable perdido había resultado ser algo realmente interesante. La promesa de un misterio por resolver nos estimulaba a los tres. Doc caminaba dando saltitos por los tejados, como si estar pisando tejas húmedas y resbaladizas no fuera algo de su incumbencia.
Nosotros le seguíamos por la calle, a veces viendo su diminuta figura, una docena de metros más arriba, o a veces, cuando los niveles superiores se solapaban con los edificios de nuestra calle, tan sólo podíamos ver la cuerda de su antebrazo, resbalando por la fachada.
Nuestro compañero usaba el extremo colgante de la soga para que pudiéramos darnos una mejor idea de por dónde estaba correteando. Él tenía que tener cuidado de no resbalar y matarse en aquellos tejados traicioneros, pero nosotros teníamos que imaginarnos dónde estaba, y correr calles enteras, cuando el cable cruzaba en diagonal por encima de los edificios.
La línea de telégrafo parecía bordear todas las calles que seguían el margen del río. El tendido no había sido renovado en ningún punto. En muchos tramos, el cable estaba clavado directamente sobre la fachada de los edificios. Casas que por otro lado eran bastante antiguas, muchas de ellas abandonadas.
La vereda del Eisenring no era un lugar glamuroso. Las enormes industrias habían reclamado este lugar cercano al agua para abastecer su insaciable maquinaria. Esta zona estaba particularmente sucia y contaminada, aún más para los estándares de Stahland. Ningún gran arquitecto quería levantar un palacete o una galería en esta zona. Barrios enteros habían sido construidos por las mismas factorías. Edificios y edificios de viviendas minúsculas, para albergar a una legión de proletarios, que vivían y respiraban entre el humo y la inmundicia de las chimeneas.
Ahora toda esa mugre enviada al cielo parecía volver, en forma de venganza, en una lluvia parda y asquerosa sobre nosotros, al estilo de Stahland.
Doc nos lanzó un silbido alegre, desde lo alto de una de las residencias, y nos saludó levantando la mano.
- Parece que se lo está pasando en grande… - suspiró el capitán, cubriéndose con el antebrazo, para no mojarse el rostro.
El zorro se inclinó sobre el borde del edificio y aseguró el extremo de la soga, antes de descolgarse hasta llegar a pie de calle. Estaba empapado, desde las orejas hasta la cola, su abrigo chorreaba la misma lluvia parduzca y turbia que todavía seguía cayendo desde aquella mañana. Se sacudió los faldones del abrigo y se frotó las manos, tratando de quitarse la mugre.
- El cable no continúa a partir de ahí - comenzó a decir - Se mete directamente por una de las torres del edificio contiguo.
- ¿Es otra telegrafía?
El zorro negó con la cabeza
- No, parece algún tipo de hospital. ¿Quiere que nos acerquemos, señor?
- Si es un hospital, podríamos pedirles un par de toallas - me quejé, sintiendo los calcetines húmedos dentro de mis botas.
La mole a la que mi compañero se refería por "hospital" era un bloque cuadrado, de paredes de ladrillos blancas y pulidas. Cuatro torres redondas despuntaban en las esquinas, provistas de estrechas ventanitas con barrotes oscuros. La fachada brillaba por la humedad, Habían enyesado toda la superficie exterior para disimular las juntas de los ladrillos. Aquel edificio aparentaba ser un lugar antiquísimo y descuidado.
Nos fuimos acercando, con las botas chapoteando en el adoquinado. El supuesto hospital sobresalía por encima de la línea de residencias desde la que Doc se había descolgado, de modo que recorrimos la calle que había entre nosotros y el edificio. Al girar la esquina lo vimos de frente. Enorme, blanco, con ventanas reforzadas con barrotes y una puerta de hierro que daba al patio interior, frente al porche.
Un cartel curvo, de hierro forjado, sobre la puerta, rezaba: Sanatorio Mental Lakeside.
- De modo que aquí es donde llegó el mensaje… - murmuró Hawk, con los brazos en jarra.
- ¿Sabéis lo que esto implica, verdad? - dijo Doc, bajando las orejas.
Nos miramos entre nosotros. A simple vista, no parecía un lugar agradable, pero era ligeramente mejor que estar afuera, con el agua calando hasta los huesos.
Ignatius pronunció su famosa frase. "Dejad que hable yo" y se adelantó. Le mostró la placa al guarda de la puerta, que nos dejó pasar sin hacer preguntas. Accedimos al Hall a través de dos puertas dobles de madera y vidrio.
La primera impresión de aquel lugar fue sentir de nuevo el calor. El lugar tenía todos sus radiadores apagados, pero al no correr tampoco el viento dejábamos de sentirnos congelados.
El lugar tenía francamente mejor aspecto por dentro del que aparentaba por fuera. Un amplio recibidor con antiguos muebles de madera, percheros, y algunos asientos. A nuestra izquierda, unas butacas con el tapizado desgastado y un reloj que ya marcaba las once y media. A nuestra derecha, un paragüero bajo el cual habían colocado unas hojas de periódico. Frente a nosotros, el recibidor, protegido con una rejilla de cobre y varias puertas dobles, que se extendían por larguísimos pasillos. Todas las paredes y el suelo estaban cubiertos por azulejos blancos, que en aquel entonces era el material más aséptico que los arquitectos conocían. Sin embargo, y a pesar de que habían sacado brillo al suelo con esmero, si uno miraba entre las rendijas, allí donde no se puede limpiar, las junturas de los azulejos revelaban que aquel suelo había conocido una mugre inimaginable.
Una señora salió desde la puerta del personal y se encaminó hacia nosotros. La tipa, alta como una montaña y oronda como una colina, se nos quedó mirando de arriba abajo. Las rechonchas y rosadas manos estaban entrecruzadas sobre su tripa, para disimular aquellos botones del traje de enfermera que estaban a punto de reventar. Llevaba el pelo recogido en un moño apretado tras una cofia. Este peinado reglamentario sólo conseguía remarcar todavía más su cara redonda y sonrosada y su enorme papada.
Debía de ser al menos un palmo más alta que yo. Por supuesto, era dos veces más alta y por lo menos cuatro veces más ancha que Doc. El zorro se giró hacia mí, adivinando lo que pensaba, y me miró con cara de "¿La has visto? Es enorme". Yo le devolví una mirada asesina, pretendiendo decir: "Cállate, se te comerá si haces algún comentario"
- Bienvenidos al Sanatorio mental Lakeside. ¿Qué se les ofrece, agentes?
- Queríamos hablar con el director del centro - dijo Hawk, mostrándole la placa.
La enfermera se giró para mirar a su compañera, que esperaba tras la recepción.
- Me temo que no será posible… El doctor está ocupado ahora, ha pedido que nadie le moleste.
- Necesitamos verle, es un asunto importante, debe respondernos a algunas preguntas - insistió el capitán.
- Yo soy Dorothy Clein, jefa de personal. Puedo responder a todo lo que ustedes necesiten. Si son tan amables, podemos ir a alguna de las oficinas.
Dorothy nos hizo una señal para que no nos quedásemos en Hall. Ignatius dejó su sombrero en el perchero que quedaba a su izquierda. Seguidamente, se quitó el abrigo, mostrando las dos cartucheras que sostenían dos revólveres bajo sus axilas.
Yo le imité, estaba harto de llevar aquel pesado abrigo empapado. Los guardias nos miraron con recelo, pero al ver que aquella gigantesca mujer avanzaba por delante de nosotros, nos dejaron pasar a regañadientes.
Comprendía la inquietud de aquellos hombres, a mí también me han encargado vigilar una puerta. Por otra parte, a día de hoy no estoy seguro si hubiera entrado en un sanatorio mental sin mi arma.
Recorríamos el pasillo sorteado de puertas de madera pintada. Cada cincuenta o sesenta metros, el pasillo estaba surcado por unas puertas de barrotes, blancas también.
- Si aguardan un momento tal vez podamos pedirle al doctor un poco de su tiempo… pero díganme. ¿Qué es lo que quieren saber?
- Dígame, señora Clein… - Hawk sacó un cigarro - ¿Qué es lo que guardan ustedes en la torre oeste del sanatorio?
La corpulenta mujer guardó silencio por un instante, sin dejar de caminar.
- En la torre oeste… No hay nada interesante en la torre oeste. Es una de las alas para pacientes mentales terminales. Únicamente hay celdas y más celdas. ¿Ha hecho algo malo alguno de nuestros internos?
Hawk trató de encenderse el cigarro, pero el mechero estaba falto de piedra.
- No lo sabemos todavía. - hizo una pausa y me dio un codazo, para que le pasara mi encendedor. - maldito cacharro…
- Lo sabremos cuando hablemos con el doctor - aportó Doc, ajustándose las gafitas, todavía manchadas de lluvia. ¿Qué nos puede contar sobre él?
- El doctor Lorenz regenta esta institución desde hace treinta años, antes de heredarla de su padre. Nunca hemos tenido ningún incidente grave.
Una enfermera se cruzó en nuestro camino empujando una silla de ruedas. Sobre el traqueteante aparato descansaba un gato, con un pijama blanco de paciente. El tipo estaba recostado, con la cabeza hacia un lado y la mirada perdida. Doc se giró y siguió mirando cuando pasó de largo.
- ¿Qué entienden por "incidente grave"? - finalmente Hawk consiguió encender su cigarro.
- En este lugar viven enfermos mentales. Gente con aflicciones del cerebro y del espíritu - explicó Dorothy, calmadamente, como si hubiera dicho eso miles de veces - Los residentes se pelean, se agreden, roban o tratan de fugarse, el conflicto es inevitable.
El largo pasillo acababa finalmente en dos salidas, una que daba a un amplio salón con estanterías y alfombras, y otro recodo hacia la derecha por el que se prolongaba otros cuatrocientos metros siguiendo la misma estructura de blancura impecable y barrotes. Aquel otro pasillo se encontraba bastante más concurrido, varios enfermos caminaban dando tumbos, uno de ellos estaba acurrucado contra la pared sin más. A medio camino, varios guardas conversaban con una de las enfermeras, en un espacio, similar a una garita.
- Podemos esperar aquí tranquilamente a…
Un tremendo grito nos sobresaltó a todos, Uno de los tipos de pijama blanco se puso en pie dando un alarido y echó a correr hacia nosotros. En su camino topó con una enfermera que portaba un carrito con ruedas con medicinas.
La enfermera, el carrito y las medicinas rodaron por el suelo de un empujón. Aquel energúmeno tomó la bandeja de acero sobre la que estaban los frascos y la estrelló con ambas manos contra la cara del guardia que se aproximaba.
El guardia y su porra de seguridad cayeron al suelo con un estampido metálico, mientras aquel tipo se precipitaba hacia nosotros, dando alaridos de pánico. Ignatius se llevó la mano a la cartuchera, pero antes de que pudiera siquiera sacar su arma, el tipo ya estaba encima de nosotros. Se abrazó con todas sus fuerzas a Doc, que trastabilló varios pasos hacia atrás.
Era un coyote - al menos lo parecía - con el pelo pardo y quebradizo. Algunas zonas en sus brazos, en sus nudillos o en su cabeza estaban peladas, signo de algún desequilibrio extraño. Tras aquel instante de pánico nos percatamos de que no pretendía atacarnos, sino que repetía una y otra vez "por favor, ayudadme" entre sollozos de terror.
Tres guardias corrieron hacia nosotros gritando, arma en mano, para tratar de reducir y arrestar a aquel pobre diablo. Doc reaccionó rápido; rodeó los hombros de aquel tipo con el brazo de forma protectora y sacó su revólver. Sin dudarlo ni un momento le plantó el arma en el pecho al primer guardia que se acercó a él. El coyote, por su parte, continuaba llorando y repitiendo una y otra vez "Ayudadme, quieren matarme"
Hawk y yo acabamos de desenfundar nuestros revólveres, más para no desentonar en la escena que para usarlos realmente. Ambos estábamos estupefactos, por lo abrupto de la conversación y por lo agresivo de la reacción de nuestro zorro.
- Este tipo es un demente peligroso… - comenzó a decir el guardia, sin cojones para mover ni un músculo.
- Retroceda, ahora está conmigo y pienso hacerle un par de preguntas.
- Está prohibido hablar con los residentes.
Doc gruñó mostrando los dientes y amartilló su arma.
- !Cállese, o tendrá que decirme qué cosas están prohibidas con dos agujeros en el pecho!
El guarda retrocedió un par de pasos, levantando las manos, con cautela. A pesar de ser dos palmos más bajo, encañonarle con un revólver resultaba igual de intimidante. Dorothy sudaba e hiperventilaba, todo en silencio, por temor a llevarse el primer disparo.
- Este hombre nos estaba pidiendo ayuda, Iré con él a la sala de descanso y tendremos una conversación.
La se quedaron enfermera y los guardias mirando al que, de nosotros tres, tenía los galones. Hawk estaba ahora más calmado, al saber que aquel numerito se debía a la debilidad que sentía Doc por los débiles y los indefensos.
- Pero capitán. !Dígale algo! - dijo Dorothy, tratando de respirar, con la papada presionándole el cuello del uniforme.
- No puedo hacer nada, señorita Clein… ¡Es un zorro con una pistola! - exclamó, poniendo cara de impotencia y miedo.
En verdad el capitán se estaba burlando descaradamente de toda aquella gente. Tardé en percatarme de lo que estaba haciendo: lo tenía todo perfectamente bajo control, estaba tomándole el pelo a aquella tipa rolliza y a los guardias, en definitiva, armando un buen espectáculo.
Una de las puertas del pasillo se abrió, y una figura emergió por detrás de los guardias. Un león de unos setenta años, con bastón, traje de chaqueta azul marino y chaleco, corbata color tinto y unas gafas redondas.
- ¿Puede saberse qué es todo este jaleo, señorita Clein? - gruñó, secamente.
- Doctor… yo… ellos… - balbuceó la enfermera, haciendo aspavientos.
- Valla… supongo que usted es el eternamente ocupado doctor Lorenz… - comentó Hawk, con una sonrisa cínica - me alegra que haya encontrado un momento para atendernos.
La voz de aquel hombre mayor era profunda y suave, como de alguien que está acostumbrado a sosegar empleando el discurso. El doctor se ajustó las gafas y vió lo surrealista del numerito: tres tipos con porras, acorralando a tres tipos con revólveres, un coyote demente y una enfermera cuyas mantecas parecían derretirse por la impotencia y los nervios.
- ¿Quién es usted, y qué es lo que tengo que hacer para que deje de alborotar en el pasillo?
- Gracias por ir al grano - suspiré, harto de ser el tema de conversación de las enfermeras y los internos, al final del pasillo.
- Soy el Capitán Hawk, del cuerpo de venators. - hizo una pausa y cruzó las manos tras la espalda, escondiendo su cigarrillo - Si le dice a estos hombres que se marchen y habla con nosotros, seguramente mis hombres recuperen la calma.
El león sacó su reloj de bolsillo, haciendo un cálculo rápido del tiempo que perdería con nosotros aquella mañana.
- Muy bien, Señorita Clein, vaya a refrescarse, por amor de dios. Ustedes muchachos, vuelvan a su lugar. - se giró, pivotando sobre su bastón, como controlando su territorio - ¿Y ustedes, no tienen trabajo que hacer? - bramó, a las enfermeras que curioseaban desde el pasillo.
Nos hizo un gesto con una de sus enormes patas y nos abrió la puerta de su despacho. Doc se quedó en la sala a nuestra derecha, entretenido en su asuntos.
El despacho, por no alargar más la descripción, era el de un psiquiatra con treinta años de experiencia: docenas de libros, alfombras, un busto de un león que no reconocía y un escritorio barrocamente tallado.
- No es necesario que nos sentemos, solo será un momento - dijo Hawk, al ver que el viejo hombre acercaba una de las sillas.
- Apague el cigarro, no quiero que fume aquí dentro - respondió secamente.
El capitán me dedicó una mirada, francamente divertido por aquel juego de poder. Dejó caer la colilla al suelo y la aplastó bajo su bota.
- A veces hay que saber ceder en las negociaciones. - dijo, cínicamente.
El doctor Lorenz tomó asiento, a pesar de que nosotros decimos quedarnos de pie frente a él.
- La próxima vez, por favor, pregunten por mí en la recepción, en lugar de pelearse con mis muchachos.
- Eso es curioso - dije yo, mirando a mi superior - porque esa señora, Dorothy, nos dijo que no recibiría a nadie.
Nuestras miradas parecían incomodarle. El doctor carraspeó, buscando alguna excusa.
- Dorothy se preocupa mucho por mi estado de salud… Es normal que se inventara alguna excusa si les vio como tipos amenazantes. En cualquier caso, pregunten lo que quieran.
- Está bien, hagamos esto rápido - comentó Hawk - ¿Quién tiene acceso al telégrafo del sanitario?
- Creo que no le sigo… Nosotros no tenemos línea de telégrafo propia.
Se produjo un instante de silencio.
- ¿Cómo hacen entonces para comunicarse con el exterior?
- Dos veces por semana uno de los celadores recoge todos los mensajes de la cesta de correos y la lleva hasta la telegrafía en la parte norte del lago.
Casualidades que tiene la vida, nosotros proveníamos de esa misma telegrafía.
- Hace tiempo teníamos una línea de telégrafo directa con otra telegrafía cercana. Pero cuando cerraron su negocio no quise invertir en un nuevo cable. Hace veinticinco años de eso.
- Ya veo… - murmuró el capitán, mirándome por un instante.
Al menos teníamos algo; la antigüedad del cable.
- Todavía no me han dicho nada ustedes, caballeros - el león hizo una pausa- ¿qué ha ocurrido? ¿Ha hecho algo malo alguno de nuestros internos?
- No lo sabemos todavía - Hawk respondió de igual manera a la misma pregunta cuando se le había hecho la enfermera, un rato antes. - ¿Quién regula la entrada de nuevos pacientes?
- La mayoría llegan por orden de un Juez. En cualquier caso, todos pasan por los registros de admisión de la recepción - hizo otra pausa, el doctor era lo bastante inteligente como para adelantarse un par de pasos en la conversación - ¿Cree usted que estamos secuestrando a personas inocentes, verdad?
- Yo no creo nada, doctor, yo hago mi trabajo. ¿Qué ocurre con los pacientes que mueren?
El doctor se encogió de hombros.
- Que dejan de respirar… No sé ¿qué quiere saber exactamente sobre los finados?
- La manera en la que los gestionan, supongo que no los tirarán al lago.
El león soltó una sonora carcajada.
- Y no será por falta de ganas, algunos de estos tipos se hacen de odiar - se incorporó en su silla, retomando el porte sobrio - una vez un doctor ha certificado la muerte, pasan a la morgue, donde son tratados, se procesan sus fichas y son llevados al crematorio estatal.
- ¿Quién tiene acceso a todo eso?
- La señorita Dorothy Clein, y un celador en la morgue, llamado Archibald Lether - el león juntó las yemas de sus dedos, por encima de la mesa.
Ignatius asintió despacio, tratando de procesarlo todo. Por desgracia, no traíamos papel para apuntar todo aquello.
- ¿Eso es todo? - insistió Lorenz, con una sonrisa amable.
- Una última pregunta, y le prometo que nos marcharemos. - sacó su pitillera, buscando el cigarro que se fumaría una vez saliera - ¿Qué guardan en la torre oeste?
El viejo doctor arqueó una ceja.
- La torre oeste es un almacén para los archivos. Es donde apilamos todas las fichas de los internos. Me temo que necesitará la orden de un juez si pretende rebuscar en…
- No será necesario doctor - interrumpió Hawk - Eso era todo, gracias por su amabilidad.
Adivinando lo que iba a hacer el capitán, le acerqué de nuevo el mechero para que prendiera su cigarro, al tiempo que salíamos al pasillo. Al vernos, Doc se despidió de su recién adquirido amigo y se levantó de la silla en la que estaba para volver con nosotros.
Salimos del recinto, sintiendo las miradas de absolutamente todo el mundo sobre nuestras espaldas. El capitán caminaba erguido, fumando un cigarro, con ademán tranquilo. Sin embargo nosotros, que pasábamos tanto tiempo con él, sabíamos que estaba bastante cabreado. No era para menos, en aquel lugar alguien mentía, alguien ocultaba algo y todos, todos se negaban a colaborar.
Si nuestras pesquisas eran ciertas y el mensaje había sido enviado desde aquel lugar, había alguien interesado en meter gente en el sanatorio por la puerta trasera. Había mil y una razones por las que alguien podía querer algo así. Nadie escucha a los locos, es una institución de la que es casi imposible salir sin ayuda. Lo más parecido a una cárcel que existía en un país sin cárceles.
Cruzamos el hall y salimos a plena calle, para nuestra alegría, la lluvia había cesado casi totalmente, aunque el cielo, plomizo y depresivo, seguía cubriendo el cielo de parte a parte.
- En fin… Cuéntanos, Doc, sobre tu amiguito - gruñó el capitán.
- Se llama Francis Meyer, y estaba convencido de que lo iban a matar pronto.
- ¿Quién? - pregunté.
- Las enfermeras, los celadores, sus compañeros… todo el mundo iba a matarle.
- Bueno… ¿Y si está lobo? - sugerí
- ¿Un loco en un sanatorio mental? Eso es inusual - respondió Doc, con una sonrisa divertida.
- ¿Tu crees que decía la verdad? ¿Sobre lo de que le iban a matar? - preguntó el capitán.
- Yo sí le creo… pero no deja de ser un enfermo mental - Doc se encogió de hombros.
Continuamos caminando sin rumbo, alejándonos de aquel lugar, siguiendo al capitán.
- Pero me dijo algo interesante - añadió el zorro - le pregunté qué había en la torre oeste.
- ¿Y bien?
- Me dijo que no existía esa torre oeste, que nadie había entrado jamás allí.
El capitán torció el gesto, pensativo.
- Sea como sea, no podemos fiarnos de un loco. Ni del personal del sanatorio tampoco… A la mierda, estoy cansado de todo esto. Tomemos un descanso.
Finalmente y resueltos a que no encontraríamos nada por ese camino, decidimos, ya que nos encontrábamos en un punto muerto, hacer una pausa y comer. En verdad aquello no tenía nada que ver con el caso del telégrafo pero… qué cojones, teníamos hambre.
Acabamos en un discreto restaurante a unas cuatro calles de distancia. Un modesto local para pequeños empresarios, obreros venidos a más y gente que estaba de paso, como parecíamos ser nosotros. El sitio estaba situado una de las esquinas de un cruce de calles. Dos grandes ventanales de madera y hierro le daban al sitio una apariencia bastante amplia y luminosa, cosa extraña en un edificio Stahliano. Por dentro un sitio francamente corriente: Una campanilla que chocaba contra la puerta al abrirse, sillas y mesas de madera sin adornos, faroles de aceite en algunas mesas y de acetileno en las paredes, una barra alargada desde la que servían las copas, y un mueble atestado de botellas polvorientas, algunas de las cuales ni siquiera fueron jamás abiertas.
El humo del tabaco formaba una tenue bruma en el techo. El olor grasiento y especiado que provenía de la cocina nos recordó de pronto que estábamos hambrientos como perros. De haber estado Baskerville entre nosotros, hubiésemos bromeado al respecto.
Pedimos el único menú y a continuación nos sentamos en lo que el capitán juzgó “La mesa más cómoda”, es decir, la que estaba en el centro del estrecho local. Solo un par de mesas más estaban ocupadas. Unos tipos de rostro sombrío bebían en una esquina, con aspecto de ser marineros. En el otro extremo, tres tipos con trajes de obrero que se apuraban en tomar su comida, con las cabezas agachadas, sin mediar ni una palabra. Junto a nosotros, en la mesa de al lado, un anciano se encorvaba sobre la mesa, aferrándose a una botella de whisky. Aquel apoyo parecía su último recurso para evitar caerse y morir a causa del alcohol y todos aquellos años que no pasaron en balde para él.
No tardaron demasiado tiempo en servirnos la comida. Un plato típico entre las gentes humildes de Stahland, una suerte de carne seca o cecina cocinada con una salsa melosa de color ocre. Tenía mejor sabor que aspecto.
- Entonces... ¿Sacasteis algo en claro? – preguntó Doc, hablando con la boca llena.
El capitán negó con la cabeza. Estaba sumido en sus pensamientos, con la mejilla apoyada en su puño, como si la respuesta del misterio del manicomio se encontrara escrita debajo de aquel filete en salsa.
- Yo creo que no nos han contado toda la verdad… - volvió a decir Doc.
- Gracias Doc, eres un genio – no pude contenerme ante aquella obviedad.
El zorro me sacó la lengua, que marrón por la salsa, para burlarse de mí. El capitán seguía con sus cosas, ajeno a la discusión de alto nivel que sucedía frente a él.
- Tres personas nos han dicho cosas distintas sobre la torre oeste… - murmuró, haciendo girar la comida en su plato – Es evidente que alguien miente.
- Simplemente podemos pedir que nos muestren esa torre – sugerí.
- Yo no creo que sean tan amables, antes le prenderían fuego a la torre. Vamos a revisar lo que tenemos hasta ahora.
Hawk y yo comenzamos a hilar de nuevo todos los puntos de la historia. Mientras tanto, Doc estaba entretenido mirando a un pequeño zorrito, de unos ocho años, que jugaba distraído entre las mesas. Estaba como a metro y medio de donde estábamos nosotros y se entretenía con un Zepelín hecho de madera y lata. El infante jugaba distraído, ajeno a cualquier otra cosa, hasta que chocó de lado con la silla de Doc, que estaba casi tan distraído mirándolo a él.
Ambos intercambiaron miradas por un momento. Doc sonrió, de oreja a oreja.
- ¡Pórtate bien, cachorro! – le dijo, exagerando sus gestos hasta resultar teatral – Porque si no… ¡Vendrá el Wendigo y se te comerá!
El rostro del niño se volvió blanco como la cal. Seguidamente, los ojos se le llenaron de lágrimas. Instantes después corría, llorando escandalosa y desconsoladamente, hasta refugiarse abrazado a una de las piernas de su madre. Esta no era otra que la vixen que servía como camarera en aquel lugar.
Era una muchacha joven, de muy buen aspecto y con un largo cabello liso, que portaba una bandeja llena de platos vacíos entre las manos.
- Señor, no le cuente esas historias… - protestó la camarera - Ahora estará dando la lata con el Wendigo durante días.
El capitán y yo nos giramos para mirarle. Doc siempre se las ingeniaba para ser inoportuno y anticlimático. A veces de formas verdaderamente absurdas.
- Disculpe a mi colega – intervino el capitán – No tiene muy buena mano con los niños…
- Si, eso ya lo veo.
- ¿Le parece si pedimos un par de bebidas y nos olvidamos de este pequeño incidente? – dijo Doc, levantando el dedo índice.
Hawk pidió un vaso de Whisky doble. Doc y yo pedimos una botella de “Hada verde”. Si alguna vez os lo preguntasteis, ese zorro infame fue el culpable de que yo acabara cambiando el whisky y la ginebra por la absenta. Pero eso es una historia diferente, mucho menos siniestra, y la contaré a su debido tiempo.
La camarera se marchó hacia la estantería llena de botellas, cuando el capitán se inclinó sobre la mesa.
- Oye Kauffman. ¿Qué coño es eso del Wendigo?
- Es una leyenda, sobre un tipo que se volvió loco. Dicen que el wendigo se dedica a secuestrar a personas incautas y a niños para comérselos mientras todavía están vivos.
- Oh… es apasionante – la cara del capitán mostraba la decepción más absoluta.
- Sólo es una historia para asustar a los cachorros. – Doc se encogió de hombros.
- Pues funciona bastante bien – comenté, mientras veía como una mano dejaba una bandeja con copas sobre la mesa, pasando por encima de mí.
Preparé mi vaso de absenta, ya que por aquel entonces todavía la tomaba diluida. El capitán vació la mitad de su vaso de un trago, y luego se quedó mirando por la ventana, distraído.
Era algo propio de Hawk. Habíamos hecho una pausa para comer, descansar de aquel embrollo y tomar algo de perspectiva. Sin embargo nuestro capitán era incapaz de dejarlo estar. El caso seguía ocupando su mente, incapaz de dejarse estar, aunque fuera por unas horas.
Aquel punto obsesivo le habría de acompañar durante toda su vida y se acentuaría todavía más en la vejez, al igual que a mí. Tal vez sea algo que viene dado a todos los que, como el capitán y como yo, padecemos el síndrome de Lietzchenbaum. Pero eso es material para otra historia.
Todavía nos quedaba una cosa por hacer, aunque era una tarea larga y penosa: volver a la telegrafía y seguir aquel cable desvencijado en dirección contraria, para ver dónde acababa su otro extremo.
El capitán decidió que volveríamos cuando comenzara a caer la noche. Para levantar menos sospechas y quién sabe, para sorprender a algún incauto con las manos en la masa, aprovechando el amparo de la oscuridad.
Con la espesa capa de nubes, la luz comenzaría a abandonar la ciudad alrededor de las seis o seis y media de la tarde.
Eso nos dejaba alrededor de seis horas de espera. El capitán se retiró, para poder pasar la tarde a solas en una habitación de hotel. Dejó sobreentender que quería estar solo para poder dormir un rato. Aunque conociéndole Doc y yo sabíamos que se tendería boca arriba en la cama, para continuar pensando en el caso en silencio.
La última vez que nos tocó esperar durante un largo periodo de tiempo me tocó a mí decidir qué hacer. Yo estaba convencido de que, eligiera lo que eligiera mi compañero, me iba a aburrir de igual manera, por lo que no opuse resistencia.
El zorro me hizo caminar por un par de calles, buscando algún sitio divertido. Muy a mi pesar, Doc ignoraba un detalle importante, en un barrio obrero los edificios destinados al ocio eran más bien escasos.
Continuábamos deambulando por las calles, hasta que, de pronto, mi compañero se quedó detenido en medio de un cruce de dos avenidas.
Se quedó perplejo, con la mirada fija en el horizonte.
- Ya sé lo que quiero… vayamos allí.
Alargué el cuello para ponerme a su altura y contemplar lo que estaba mirando. Al final de la larguísima avenida, entre el hueco de dos edificios, una inmensa torre despuntaba en el horizonte, lo suficientemente lejos como para hacerse borrosa entre la bruma.
- No jodas… ¿Enserio?
- !Si, por supuesto! - dijo, mostrando una inmensa sonrisa.
Aquel edificio no era otro que uno de los edificios más grandes de todo Stahland: La torre de bronce del gremio de Phyross. Suspiré resignado y miré alrededor, tratando de orientarme hacia la parada de tranvía más cercano.
El cómo aconteció nuestra excursión a la torre más alta, mucho me temo que es otra historia.
Category Story / Portraits
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