Amber was a 19-year-old little mouse with soft honey-colored fur, as if she had always been kissed by the sunset. She lived in a small village among the wheat fields, where the homes were hollowed trees and everyone knew each other by name and scent. Ever since she had whiskers, she'd dreamed of becoming a teacher. She loved teaching her little cousins to read using dry leaves as books and pebbles as letters.
When she finished school, with her heart pounding like a walnut drum, she said goodbye to her family. Her mother packed a little bag with seed bread, her father hugged her with teary eyes, and her grandmother gave her a blessing and a tiny scarf she had paw-stitched herself.

Amber boarded a cargo train headed for Ratopolis, the big city where everything was possible… and everything was enormous.
The city dazzled her. The buildings touched the sky, the clocks ran without rest, and the air was filled with the scents of melted cheese, coffee, and gasoline. With her little backpack on her shoulder, Amber found a tiny burrow under a noisy bakery and enrolled in university to study education—she wanted to teach with love, just like her own teachers had.
But city life wasn’t cheap. To pay for her books, rent, and the occasional nut cookie, Amber got a part-time job as a delivery mouse at "CheeseExpress", a company that specialized in fast delivery of artisan cheeses.

She pedaled through the streets of Ratopolis on an old bicycle with a little crate on the back, full of orders: brie, gorgonzola, camembert... and sometimes just a simple cheddar. She delivered to rooftops, luxury burrows, and even underground mole stations. Sometimes she came home soaked from the rain, other times with exhaustion weighing her down. But she always remembered why she was there. She remembered the tiny paws raised back in her village, asking her to teach one more word. She remembered the warmth of her home, the scent of chamomile tea, and her grandmother’s raspy voice saying: “A good teacher is like a lantern in a long tunnel.”

At university, she met other dreamer mice. Lia, who wanted to teach art. Tomasa, who wrote children’s stories. With them, she shared study afternoons, late-night deliveries, and dreams spoken aloud. One day, one of her professors recommended her for an internship at a community school. It was a small classroom, with crooked desks and old chalk, but the young mice’s eyes sparkled. Amber felt at home. She taught with games, songs, and patience. And every time one of the little ones said, “I get it!”, her heart leapt with joy.

She was no longer the timid little mouse from her first day. Now she was Amber, the honey-colored mouse who pedaled with strength, studied with passion, and taught with tenderness. And while the city roared around her, she moved forward steadily, carrying a lantern in her heart.

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Amber era una ratoncita de 19 años, de pelaje color miel suave, como si siempre la hubiera bañado el sol del atardecer. Vivía en un pequeño pueblo entre los campos de trigo, donde las casas eran huecos en los árboles y todos se conocían por su nombre y su olor. Desde que tenía bigotes, soñaba con ser maestra. Le encantaba enseñarle a sus primitos a leer usando hojas secas como libros y piedritas como letras.

Cuando terminó la escuela, con el corazón latiendo como tambor de nuez, se despidió de su familia. Su madre le preparó una bolsita con pan de semillas, su padre le abrazó con los ojos húmedos, y su abuela le dio su bendición y una bufanda tejida a pata.

Amber tomó un tren de carga con destino a Ratópolis, la gran ciudad donde todo era posible… y todo era inmenso.

La ciudad la deslumbró. Los edificios tocaban el cielo, los relojes corrían sin descanso, y los olores de queso fundido, café y gasolina se mezclaban en el aire. Amber, con su mochilita al hombro, encontró una madriguera diminuta bajo una panadería ruidosa y se inscribió en la universidad para estudiar pedagogía: quería enseñar con amor, como lo habían hecho con ella.

Pero la vida en la ciudad no era barata. Para pagar los libros, el alquiler y de vez en cuando una galletita de nuez, Amber consiguió trabajo como repartidora en “QuesoExpress”, una empresa de entrega rápida de quesos artesanales.

Pedaleaba por las calles de Ratópolis en una bici antigua, con un cajoncito atrás lleno de pedidos: brie, gorgonzola, camembert... y a veces un simple cheddar. Entregaba quesos en las azoteas, en madrigueras de lujo, y hasta en el metro de topos.

A veces terminaba empapada por la lluvia, otras veces con el corazón apretado de cansancio. Pero siempre recordaba por qué estaba ahí. Recordaba las pequeñas patitas alzadas en su pueblo, pidiendo que les enseñara una palabra más. Recordaba la calidez de su hogar, el olor a té de manzanilla y la voz ronca de su abuela diciendo: “Una buena maestra es como una linterna en un túnel largo.”

En la universidad conoció a otras ratonas soñadoras. Lía, que quería enseñar arte. Tomasa, que escribía cuentos para niños. Con ellas compartía tardes de estudio, noches de entrega y sueños en voz alta.

Un día, uno de sus profesores la recomendó para una pasantía en una escuelita comunitaria. Era una sala pequeña, con pupitres torcidos y tiza vieja, pero los ojos de los ratoncitos brillaban. Amber se sintió en casa. Enseñó con juegos, canciones y paciencia. Y cada vez que uno de los pequeños decía “¡Lo entendí!”, su corazón saltaba de alegría.

Ya no era la ratoncita asustada del primer día. Ahora era Amber, la ratona de color miel que pedaleaba con fuerza, estudiaba con pasión y enseñaba con ternura.

Y mientras la ciudad rugía a su alrededor, ella avanzaba firme, con una linterna en el corazón.

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