
Un cuento infantil para un taller literario alq ue asisto semanalmente. He pensado que puede que a la nueva generación le iria bien una lección de lo que ha pasado en España, así que he creado esta singela fábula.
La imagen previa ha sido sacada de aquí http://sesfitts.deviantart.com/art/Deer-200182341
El Pequeño Ciervo Grande
Érase una vez un ciervo, un venadillo de pelaje marrón con una trilla de manchitas negras que le llenaba la espalda, a quién le encantaba corretear y brincar en medio del prado en las tardes calurosas de finales de primavera. En uno de esos días, pero, nuestro amigo se encontraba a márgenes de un río, llorando sollozos bajitos. Un unicornio púrpura que por allí paseaba se le acercó y le preguntó si se había hecho daño.
–No, señor unicornio, no es dolor lo que me hace llorar, ¡es frustración! –Contestó el pequeño cervatillo–. Me frustra no tener un robusto, lustroso e imponente par de cuernos como los de mis amigos. Todos se ríen de mí porque soy pequeñito y solo tengo estas manchitas en lugar de cornamenta.
Los ojos del unicornio se iluminaron.
–Pues no hay razón para que llores, mi pequeño. Sé muy bien cómo hacer para que tengas el par de cuernos más majestuosos de todo el bosque. –Contestó el unicornio púrpura–. Solo necesitas un poquitín de… ¡Magia!
–¡¿Magia, señor unicornio?! –Lo repitió el ciervo, sorpreso.
–¡Por supuesto! Yo antes no pasaba de un pequeño pony púrpura, ¡todos se reían de mí! Pero gracias a la magia he ganado esta maravilla –El unicornio blandió su único cuerno en el aire–. Ahora todos me respetan. ¿Quieres que te respeten, pequeño?
–Es lo que yo más deseo, señor unicornio púrpura. ¿Qué tengo que hacer para conseguirlo? –Preguntó el venadillo, quién ya había dejado de llorar.
–Tienes que ir a ver a la señora que vive en el centro del bosque. Dile que te envía el unicornio púrpura y ella le ayudará.
Y así hizo el pequeño cervatillo; correteó bosque adentro, ansioso por exhibir su cornamenta entre sus amigos. Nunca había estado en el centro del bosque, su madre le repetía innombrables veces que era un sitio peligroso y que no debería acercarse. Pero ahora se sentía mayor, un adulto, y si una vieja mujer podía vivir allí era porque no habría demasiado peligro.
Cuando llegó, se deparó con un claro relleno de flores y mariposas y con un manantial del agua más cristalina que jamás había visto. A su lado, acogedora, había una pequeña cabaña. Cuando se acercaba a la puerta abierta, una amenazadora voz blandió desde su interior:
–¿QUIÉN ANDA AHÍ? ¡VAMOS, DILO!
El pequeño se asustó mucho, pero aún así contestó.
–¡Me envía el Unicornio Púrpura! ¡Él me dijo que aquí vivía una la anciana capaz de ayudarme!
La voz no volvió a bramar. El ciervo estaba a punto de huir de allí cuando una inofensiva señora de cabellos blancos unidos en un moño apareció en el portal, sonriendo.
–Lo siento, cariño. Sé bienvenido a mi casa. Entre, entre. –Dijo la vieja señora de la cabaña del centro del bosque y así lo hizo el ciervo. Ella le guió hasta el comedor, dónde le ofreció galletitas y té–. Los que vienen a verme lo hacen porque tienen un deseo. Y yo tengo el poder de dárselos. Dime, mi pequeño, ¿cuál es tu sueño? Dime lo que más desees y se lo concederé.
Y él se lo explicó. La vieja señora bebió un largo sorbo de su taza de té y guardó silencio durante un rato.
–Puedo hacerlo, pequeño. Tendrás tus cuernos y serás el ser más robusto de todo el bosque. Dejarás atrás ésas manchitas y ganarás el respecto y la admiración de todos durante cuarenta largos años. Pero… Tendrás que darme algo a cambio.
–¡¿Algo a cambio?! No tengo nada que ofrecerle, señora. Por favor…
–Oh, no te preocupes, cariño. Es algo simple y que te llenará el corazón. Solo tienes que prometerme, dibujando un circulito en el suelo, que me traerás a un animal nuevo cada mes para que también pueda concederle un deseo. Este es el precio: que permitas que otras personas también puedan realizar sus sueños.
El pequeño se emocionó con tanta generosidad y lo juró sin rechistar, haciendo pequeños círculos en el suelo con su pezuña. 40 años era más de lo que él viviría, no le haría falta pagarlo todo. La vieja, entonces, cerró los ojos, irguió sus manos de puntiagudas uñas e inhaló una gran cantidad de aire. La puerta y las ventanas se cerraron de golpe y porrazo, una docena de velas se prendieron e iluminaron el ya no tan cálido comedor. Mientras el terror mezclado a una pizca de fascinación congelaban al venadillo, la vieja abrió la boca y de ella salieron palabras raras y olvidadas en aquella entonación macabra que antes había bramado.
Cuando cesaron las palabras, pero, el pequeño se sintió distinto. Había algo pesado en su cabeza y la vieja, de repente, parecía más pequeña. Mientras las ventanas volvían a abrirse y a dejar entrar la luz, él se miraba en el reflejo en la bandeja de plata de las galletas.
Una majestuosa cornamenta le había brotado de la cabeza, cinco puntas a cada lado se entrecerraban como manos de madera; su cuerpo se había vuelto muy robusto y guapo, más que el de cualquier ciervo que conociera; sus manchitas, aquellas que tanto odiaba, se habían ido, dando sitio a un pelaje liso y brillante. El pequeño cervatillo ya no era tan pequeño.
Se lo agradeció mil veces a la señora y, sin darle la oportunidad de decir nada más, salió disparado de la cabaña, saltando diez veces más alto, corriendo veinte veces más rápido, hasta llegar al prado, dónde exhibió su nuevo aspecto a sus amigos. Todos se quedaron asombrados y no dejaron de dedicarle elogios. Le respetaban, nadie se burló de él, ¡por supuesto que no! Ya no había nada de lo que burlarse.
Casi un mes se había pasado y la vida del pequeño grande ciervo había mejorado. Pero se había olvidado completamente de la promesa que le había hecho a la vieja señora de la cabaña del centro del bosque. En la penúltima noche del mes, no obstante, tuvo una pesadilla en la que la vieja le hablaba. Le decía, con aquella voz monstruosa, que si no cumplía con su promesa, pagaría con su alma. Se despertó el otro día desesperado por librarse de esta responsabilidad hasta el mes siguiente.
Fue corriendo a hablar con su amigo, un conejo con el pelo tan gris que parecía bañado en plata.
–¡Buenos días, gran ciervo! –saludó él, dejando de lado un par de hojas le doblaban en tamaño–. Estoy trabajando en un nuevo nido. Me ha costado encontrar un buen sitio, pero por fin…
–¡No hace falta que trabajes, amigo conejo de plata! ¡Vamos! Deja esas hojas y vente conmigo.
–No todos tenemos la misma suerte que tú, gran ciervo. Algunos si tenemos que trabajar duro si queremos sobrevivir. Además, si mi mujer me pilla escaqueándome, ¡me puedes dar por muerto! –Dijo el conejo plateado y se dispuso a coger otra vez las hojas mientras echaba una buena carcajada.
–¡No lo entiendes! –Insistió el ciervo. Saltó sobre el conejo y, pisando en sus hojas, le bloqueó el paso–. Puedes tener una casa enorme, ¡la madriguera más grande de todo el bosque! Tu mujer se quedará maravillada. Vamos, acompáñame, y te revelaré un secreto que cambiará tu vida.
–No lo sé…–Contestó el conejo, mirando sus hojas con alguna desolación.
–¿Es que no tienes un sueño? Cree en mí cuando te digo que lo puedes conseguir. –El ciervo, ahora infinitamente mayor que el pequeño conejo de plata, ya casi había prensado su hocico contra su amigo, los ojos muy abiertos, la súplica ya casi sustituía a la convicción.
El conejo, aunque seguía sin creerle, accedió en acompañarle bosque adentro, ya que había perdido a sus hojas. Cuando llegaran al paradisíaco claro con su agua cristalina y su cabaña acogedora la noche ya había llegado y el plazo del acuerdo entre el ciervo y la vieja llegaba cerca de su fin. Para el alivio del ya no tan pequeño, la vieja les esperaba ya en su jardín florido.
–Muy bien, cariño. Lo has hecho a tiempo. –Dijo la vieja señora–. Y tú, pequeño, sé bienvenido a mi lar, al lar de aquella capaz de hacer de tu sueño una realidad. Vamos, dime, ¿cuál es tu sueño?
El conejo de plata no contestó. Se había callado desde que habían llegado al claro y miraba fijamente a la vieja con una expresión de repulsa.
–Pero… ¡Pero si tú eres la bruja! ¡La bruja del centro del bosque! ¡La que se come las almas de los animales, la que esclaviza a los necios y los utiliza! –Dijo por fin el conejo, caminando lentamente hacia atrás–. ¡Gran ciervo! No me digas que tú… ¡¿Te has dejado engañar por este monstruo?!
–¡No me he dejado engañar! –Contestó el ciervo, sin saber qué pensar–. Ella me dio lo que quería. ¡Y puede dártelo a ti también!
–¿Y a qué precio? He oído historias. ¡También las has oído tú, pero las ignoraste! ¡Por tu impaciencia por volverte grande y fuerte y con cuernos tan maravillosos como los que crees tener ahora. ¿Pero sabes qué? ¡Son una mentira, y tú lo sabes! Si no consigues convencer a un necio, lo pierdes todo, ¿no es así?
El gran ciervo se sentía encoger a medida que el conejo decía lo suya.
–Por favor, amigo conejo. Ya no me da tiempo llamar a otro animal. Si seguimos su plan, todos tendremos lo que siempre hemos querido. ¿Cuál es el problema en eso?
–Ya no puedo ayudarte. Adiós, pequeño ciervo. –Sentenció el conejillo, antes de meterse otra vez en el bosque.
El gran ciervo, desesperado, suplicó a la vieja bruja que le fuera concedido más tiempo.
–Una promesa es una promesa, cariño. –Contestó la bruja, con una voz tan complaciente como la luna llena sobre ellos, a punto de señalar la media noche. Él lloró un lloro distinto al lloro a márgenes del río. Exclamó que no quería perder su vida, gimoteó y berreó que no le quitara el alma, pero principalmente imploró porque le mantuviese con tan imponente cornamenta–. Si no puedes traer a alguien dispuesto a hacer la promesa, cariño, necesito en cambio a un alma de la que alimentarme.
Con esas palabras, el ciervo tuvo una idea. No necesitaba ser su alma. No la suya. No el alma del ser más majestuoso del bosque. No ahora que había dejado atrás a sus ridículas manchas. Se metió él también en el bosque mientras la bruja sonreía. “Por qué no me has ayudado, ¿amigo conejo?”, se preguntaba, mientras corría entre árboles y sus ramas y sus raíces. “¿Por qué me has llamado pequeño?”
Con su velocidad, no tardó en alcanzar al pequeño conejo de plata. Este, en darse cuenta de que le perseguía el gran ciervo, empezó un zigzagueo bajo raíces y árboles caídos.
–¡Déjame, ciervo! ¡Por lo que más quieres, déjame! –Suplicó el conejo de plata mientras sentía como las pezuñas del ciervo galopeaban cada vez más cerca de aplastarle en el suelo.
–¡NO! –Bramó el gran ciervo, ciego por su objetivo–. ¡Por lo que más quiero, no puedo dejarte ir sin que me des tu alma!
En ese momento, sin embargo, la luz de la luna se infiltró entre las copas de los árboles e iluminó el pelaje marrón y sin ridículas manchitas del ciervo. Este mismo pelaje, así como sus cuernos, empezaron a prender. “¡NO!”, gritó él una vez mientras sentía el peso de su cabeza desaparecer, dos veces cuando la altura que le separaba del suelo disminuía gradualmente y tres veces cuando el mundo en su alrededor empezó a volverse negro. El negro más plano que una noche sería capaz de producir.
Era media noche. Y colorín, colorado.
La imagen previa ha sido sacada de aquí http://sesfitts.deviantart.com/art/Deer-200182341
El Pequeño Ciervo Grande
Érase una vez un ciervo, un venadillo de pelaje marrón con una trilla de manchitas negras que le llenaba la espalda, a quién le encantaba corretear y brincar en medio del prado en las tardes calurosas de finales de primavera. En uno de esos días, pero, nuestro amigo se encontraba a márgenes de un río, llorando sollozos bajitos. Un unicornio púrpura que por allí paseaba se le acercó y le preguntó si se había hecho daño.
–No, señor unicornio, no es dolor lo que me hace llorar, ¡es frustración! –Contestó el pequeño cervatillo–. Me frustra no tener un robusto, lustroso e imponente par de cuernos como los de mis amigos. Todos se ríen de mí porque soy pequeñito y solo tengo estas manchitas en lugar de cornamenta.
Los ojos del unicornio se iluminaron.
–Pues no hay razón para que llores, mi pequeño. Sé muy bien cómo hacer para que tengas el par de cuernos más majestuosos de todo el bosque. –Contestó el unicornio púrpura–. Solo necesitas un poquitín de… ¡Magia!
–¡¿Magia, señor unicornio?! –Lo repitió el ciervo, sorpreso.
–¡Por supuesto! Yo antes no pasaba de un pequeño pony púrpura, ¡todos se reían de mí! Pero gracias a la magia he ganado esta maravilla –El unicornio blandió su único cuerno en el aire–. Ahora todos me respetan. ¿Quieres que te respeten, pequeño?
–Es lo que yo más deseo, señor unicornio púrpura. ¿Qué tengo que hacer para conseguirlo? –Preguntó el venadillo, quién ya había dejado de llorar.
–Tienes que ir a ver a la señora que vive en el centro del bosque. Dile que te envía el unicornio púrpura y ella le ayudará.
Y así hizo el pequeño cervatillo; correteó bosque adentro, ansioso por exhibir su cornamenta entre sus amigos. Nunca había estado en el centro del bosque, su madre le repetía innombrables veces que era un sitio peligroso y que no debería acercarse. Pero ahora se sentía mayor, un adulto, y si una vieja mujer podía vivir allí era porque no habría demasiado peligro.
Cuando llegó, se deparó con un claro relleno de flores y mariposas y con un manantial del agua más cristalina que jamás había visto. A su lado, acogedora, había una pequeña cabaña. Cuando se acercaba a la puerta abierta, una amenazadora voz blandió desde su interior:
–¿QUIÉN ANDA AHÍ? ¡VAMOS, DILO!
El pequeño se asustó mucho, pero aún así contestó.
–¡Me envía el Unicornio Púrpura! ¡Él me dijo que aquí vivía una la anciana capaz de ayudarme!
La voz no volvió a bramar. El ciervo estaba a punto de huir de allí cuando una inofensiva señora de cabellos blancos unidos en un moño apareció en el portal, sonriendo.
–Lo siento, cariño. Sé bienvenido a mi casa. Entre, entre. –Dijo la vieja señora de la cabaña del centro del bosque y así lo hizo el ciervo. Ella le guió hasta el comedor, dónde le ofreció galletitas y té–. Los que vienen a verme lo hacen porque tienen un deseo. Y yo tengo el poder de dárselos. Dime, mi pequeño, ¿cuál es tu sueño? Dime lo que más desees y se lo concederé.
Y él se lo explicó. La vieja señora bebió un largo sorbo de su taza de té y guardó silencio durante un rato.
–Puedo hacerlo, pequeño. Tendrás tus cuernos y serás el ser más robusto de todo el bosque. Dejarás atrás ésas manchitas y ganarás el respecto y la admiración de todos durante cuarenta largos años. Pero… Tendrás que darme algo a cambio.
–¡¿Algo a cambio?! No tengo nada que ofrecerle, señora. Por favor…
–Oh, no te preocupes, cariño. Es algo simple y que te llenará el corazón. Solo tienes que prometerme, dibujando un circulito en el suelo, que me traerás a un animal nuevo cada mes para que también pueda concederle un deseo. Este es el precio: que permitas que otras personas también puedan realizar sus sueños.
El pequeño se emocionó con tanta generosidad y lo juró sin rechistar, haciendo pequeños círculos en el suelo con su pezuña. 40 años era más de lo que él viviría, no le haría falta pagarlo todo. La vieja, entonces, cerró los ojos, irguió sus manos de puntiagudas uñas e inhaló una gran cantidad de aire. La puerta y las ventanas se cerraron de golpe y porrazo, una docena de velas se prendieron e iluminaron el ya no tan cálido comedor. Mientras el terror mezclado a una pizca de fascinación congelaban al venadillo, la vieja abrió la boca y de ella salieron palabras raras y olvidadas en aquella entonación macabra que antes había bramado.
Cuando cesaron las palabras, pero, el pequeño se sintió distinto. Había algo pesado en su cabeza y la vieja, de repente, parecía más pequeña. Mientras las ventanas volvían a abrirse y a dejar entrar la luz, él se miraba en el reflejo en la bandeja de plata de las galletas.
Una majestuosa cornamenta le había brotado de la cabeza, cinco puntas a cada lado se entrecerraban como manos de madera; su cuerpo se había vuelto muy robusto y guapo, más que el de cualquier ciervo que conociera; sus manchitas, aquellas que tanto odiaba, se habían ido, dando sitio a un pelaje liso y brillante. El pequeño cervatillo ya no era tan pequeño.
Se lo agradeció mil veces a la señora y, sin darle la oportunidad de decir nada más, salió disparado de la cabaña, saltando diez veces más alto, corriendo veinte veces más rápido, hasta llegar al prado, dónde exhibió su nuevo aspecto a sus amigos. Todos se quedaron asombrados y no dejaron de dedicarle elogios. Le respetaban, nadie se burló de él, ¡por supuesto que no! Ya no había nada de lo que burlarse.
Casi un mes se había pasado y la vida del pequeño grande ciervo había mejorado. Pero se había olvidado completamente de la promesa que le había hecho a la vieja señora de la cabaña del centro del bosque. En la penúltima noche del mes, no obstante, tuvo una pesadilla en la que la vieja le hablaba. Le decía, con aquella voz monstruosa, que si no cumplía con su promesa, pagaría con su alma. Se despertó el otro día desesperado por librarse de esta responsabilidad hasta el mes siguiente.
Fue corriendo a hablar con su amigo, un conejo con el pelo tan gris que parecía bañado en plata.
–¡Buenos días, gran ciervo! –saludó él, dejando de lado un par de hojas le doblaban en tamaño–. Estoy trabajando en un nuevo nido. Me ha costado encontrar un buen sitio, pero por fin…
–¡No hace falta que trabajes, amigo conejo de plata! ¡Vamos! Deja esas hojas y vente conmigo.
–No todos tenemos la misma suerte que tú, gran ciervo. Algunos si tenemos que trabajar duro si queremos sobrevivir. Además, si mi mujer me pilla escaqueándome, ¡me puedes dar por muerto! –Dijo el conejo plateado y se dispuso a coger otra vez las hojas mientras echaba una buena carcajada.
–¡No lo entiendes! –Insistió el ciervo. Saltó sobre el conejo y, pisando en sus hojas, le bloqueó el paso–. Puedes tener una casa enorme, ¡la madriguera más grande de todo el bosque! Tu mujer se quedará maravillada. Vamos, acompáñame, y te revelaré un secreto que cambiará tu vida.
–No lo sé…–Contestó el conejo, mirando sus hojas con alguna desolación.
–¿Es que no tienes un sueño? Cree en mí cuando te digo que lo puedes conseguir. –El ciervo, ahora infinitamente mayor que el pequeño conejo de plata, ya casi había prensado su hocico contra su amigo, los ojos muy abiertos, la súplica ya casi sustituía a la convicción.
El conejo, aunque seguía sin creerle, accedió en acompañarle bosque adentro, ya que había perdido a sus hojas. Cuando llegaran al paradisíaco claro con su agua cristalina y su cabaña acogedora la noche ya había llegado y el plazo del acuerdo entre el ciervo y la vieja llegaba cerca de su fin. Para el alivio del ya no tan pequeño, la vieja les esperaba ya en su jardín florido.
–Muy bien, cariño. Lo has hecho a tiempo. –Dijo la vieja señora–. Y tú, pequeño, sé bienvenido a mi lar, al lar de aquella capaz de hacer de tu sueño una realidad. Vamos, dime, ¿cuál es tu sueño?
El conejo de plata no contestó. Se había callado desde que habían llegado al claro y miraba fijamente a la vieja con una expresión de repulsa.
–Pero… ¡Pero si tú eres la bruja! ¡La bruja del centro del bosque! ¡La que se come las almas de los animales, la que esclaviza a los necios y los utiliza! –Dijo por fin el conejo, caminando lentamente hacia atrás–. ¡Gran ciervo! No me digas que tú… ¡¿Te has dejado engañar por este monstruo?!
–¡No me he dejado engañar! –Contestó el ciervo, sin saber qué pensar–. Ella me dio lo que quería. ¡Y puede dártelo a ti también!
–¿Y a qué precio? He oído historias. ¡También las has oído tú, pero las ignoraste! ¡Por tu impaciencia por volverte grande y fuerte y con cuernos tan maravillosos como los que crees tener ahora. ¿Pero sabes qué? ¡Son una mentira, y tú lo sabes! Si no consigues convencer a un necio, lo pierdes todo, ¿no es así?
El gran ciervo se sentía encoger a medida que el conejo decía lo suya.
–Por favor, amigo conejo. Ya no me da tiempo llamar a otro animal. Si seguimos su plan, todos tendremos lo que siempre hemos querido. ¿Cuál es el problema en eso?
–Ya no puedo ayudarte. Adiós, pequeño ciervo. –Sentenció el conejillo, antes de meterse otra vez en el bosque.
El gran ciervo, desesperado, suplicó a la vieja bruja que le fuera concedido más tiempo.
–Una promesa es una promesa, cariño. –Contestó la bruja, con una voz tan complaciente como la luna llena sobre ellos, a punto de señalar la media noche. Él lloró un lloro distinto al lloro a márgenes del río. Exclamó que no quería perder su vida, gimoteó y berreó que no le quitara el alma, pero principalmente imploró porque le mantuviese con tan imponente cornamenta–. Si no puedes traer a alguien dispuesto a hacer la promesa, cariño, necesito en cambio a un alma de la que alimentarme.
Con esas palabras, el ciervo tuvo una idea. No necesitaba ser su alma. No la suya. No el alma del ser más majestuoso del bosque. No ahora que había dejado atrás a sus ridículas manchas. Se metió él también en el bosque mientras la bruja sonreía. “Por qué no me has ayudado, ¿amigo conejo?”, se preguntaba, mientras corría entre árboles y sus ramas y sus raíces. “¿Por qué me has llamado pequeño?”
Con su velocidad, no tardó en alcanzar al pequeño conejo de plata. Este, en darse cuenta de que le perseguía el gran ciervo, empezó un zigzagueo bajo raíces y árboles caídos.
–¡Déjame, ciervo! ¡Por lo que más quieres, déjame! –Suplicó el conejo de plata mientras sentía como las pezuñas del ciervo galopeaban cada vez más cerca de aplastarle en el suelo.
–¡NO! –Bramó el gran ciervo, ciego por su objetivo–. ¡Por lo que más quiero, no puedo dejarte ir sin que me des tu alma!
En ese momento, sin embargo, la luz de la luna se infiltró entre las copas de los árboles e iluminó el pelaje marrón y sin ridículas manchitas del ciervo. Este mismo pelaje, así como sus cuernos, empezaron a prender. “¡NO!”, gritó él una vez mientras sentía el peso de su cabeza desaparecer, dos veces cuando la altura que le separaba del suelo disminuía gradualmente y tres veces cuando el mundo en su alrededor empezó a volverse negro. El negro más plano que una noche sería capaz de producir.
Era media noche. Y colorín, colorado.
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No, lo perdió todo, incluso su alma. "“¡NO!”, gritó él una vez mientras sentía el peso de su cabeza desaparecer, dos veces cuando la altura que le separaba del suelo disminuía gradualmente y tres veces cuando el mundo en su alrededor empezó a volverse negro. El negro más plano que una noche sería capaz de producir." El negro representa la muerte =)
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